Nocturnos en que todo se oye

Oct 4 • Miradas, Música • 2778 Views • No hay comentarios en Nocturnos en que todo se oye

 

POR HERNÁN BRAVO VARELA

 

A los doce años, más como una antesala a la orfandad que como preludio a la adolescencia, descubrí la discoteca de mis papás. Desde entonces me dediqué a recorrerla y a poner a todo volumen, en el discreto minicomponente de la sala, los cedés que cada tarde apilaba y escogía con afanes mixtos. Por un lado, con una vocación inconscientemente alquímica al reproducir los materiales en un orden tan oscuro como funesto (de Machaut a Penderecki, pasando por Bach, Mozart o Tchaikovsky); por otro lado, con la voracidad de un díyei imberbe que mezclaba sus pistas en espera de una obra, La Obra, que por fin lo hiciera sentarse en la sala y decir adiós a la promiscuidad sonora. Pocas veces tuvo lugar la esperada transmutación porque, sin siquiera sospecharlo, el oro ya estaba ahí desde el comienzo —faltaba, literalmente, aquilatarlo con paciencia. Las demás sesiones sólo me colmaron el buche de piedritas filosofales.

 

Entre otros tesoros y bagatelas había una curiosa versión de los nocturnos de Chopin. Era un disco donde el pianista, cuya identidad prefiero omitir, tocaba aquellas piezas con un incomprensible bajo continuo: sonidos de lluvia. Las gotas de agua y los truenos pregrabados competían con una cascada de arpegios, legatos y rubatos. Tan ridículo meteoro dejó un par de damnificados: el ejecutante y yo, que durante años me acostumbré a escuchar a Chopin cantando bajo la lluvia, dando saltos como octavas con una sombrilla bajo el brazo para protegerse de las inclemencias del tiempo. El propio compositor había sentenciado en una carta: “No hay nada más odioso que la música sin significado oculto”. Cuán arrogante y equívoca la imaginación de una disquera al asumir que dicho significado es la lluvia (no en el fondo como la hipótesis de un reseñista, sino en la superficie, percutiendo en la tapa y el teclado del piano, disolviendo el barniz, hinchando y pudriendo la madera). Pero, sobre todo, qué fácilmente impresionable el púber que parecía escuchar cada nocturno con subtítulos de Octavio Paz: “Óyeme como quien oye llover”.

 

Alberto Cruzprieto nos obsequia hoy estos nueve Nocturnos que se abren como hueledenoches para perfumar, de acuerdo con nuestro pianista y botánico amateur, el “jardín interior” de la música de Chopin. Una antología del género que el polaco llevó a la perfección —o mejor, a su imperfección más honda, expresiva y natural— a través de audacias rítmicas y armónicas desmenuzadas con aguda elegancia por Cruzprieto. Como escribe Juan Arturo Brennan en “Flores selectas de diverso aroma”, prólogo a dicha antología, hay “abundantes riquezas en los nueve nocturnos presentados en esta grabación (…) por ejemplo, el sutil rallentando que precede a la reprise de la primera sección del Nocturno no. 5, como un suspiro contenido; la sección central a manera de un coral homofónico del Nocturno no. 11; las delicadas y cristalinas cascadas de sonido en la sección conclusiva del Nocturno no. 8; la casi ascética brevedad y concisión del Nocturno no. 20; los oscuros colores de la paleta de Chopin en el Nocturno no. 18, así como la inesperada codetta que propone el compositor después de un “falso final”; la sorprendente conclusión del Nocturno no. 9, que es casi como un íntimo susurro”.

 

Intérprete de Gershwin, Poulenc, Ravel o Messiaen y de los mexicanos Joaquín Gutiérrez Heras, José Pablo Moncayo, Mario Lavista o Héctor Infanzón, Cruzprieto ha creado con Nocturnos su álbum más personal hasta la fecha. No es para menos: Chopin constituye la quintaesencia de la música escrita para piano y, dentro de su prolífico opus para el instrumento, los nocturnos conforman su labor más privada, “el corazón del corazón”. Como en el caso de Xavier Villaurrutia, autor de los mejores nocturnos de la lengua española, Chopin depositó en los suyos confidencias biográficas y estéticas imposibles de resumir más que en sonidos. Sin abandonar su acostumbrada brillantez, Chopin hace gala de un virtuosismo mayor en los nocturnos: el de la desnudez, que confía a la noche el gatopardismo de la belleza.

 

Si hay un significado oculto en la música de Chopin, Cruzprieto, en compañía de Arrau, Horowitz y Rubinstein, nos lo revela en una incógnita espiritual que se despeja en los oídos, pero no en la boca. De ahí la timidez de los nocturnos que simula todo lo contrario: una indiscreción sentimental sin reservas. Oscar Wilde aseguraba que Chopin “nos llena con una sensación de pesares que han permanecido ocultos a nuestras propias lágrimas”. Tal “sensación de pesares” resulta intraducible en palabras y depende del llanto —esa lluvia o riego por aspersión de nuestros propios jardines interiores— para comunicarse. Por eso, y en consonancia con Wilde, Villaurrutia aconseja en su “Nocturno mar” algo que también nos guía a través del misterio iniciático de Chopin, que tiene en Alberto Cruzprieto a un excepcional confesor y oficiante:

 

   Lo llevo en mí como un remordimiento,

   pecado ajeno y sueño misterioso

   y lo arrullo y lo duermo

   y lo escondo y lo cuido y le guardo su secreto.

* Autor del libro de poesía Hasta aquí (Almadía, 2014).

 

* Fotografía. El músico Alberto Cruzprieto / ARCHIVO EL UNIVERSAL.

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