¿Es posible separar la obra del artista?

Jun 27 • Conexiones, destacamos, principales • 9483 Views • No hay comentarios en ¿Es posible separar la obra del artista?

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De Woody Allen a Roman Polanski y Peter Handke, muchos artistas han sido silenciados por acciones y opiniones cuestionables, pero que invitan a recordar las brechas que hay entre la moral y la calidad creativa

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POR FABIANA SCHERER/ LA NACIÓN/ GDA

“En estos momentos raros, cuando la verdad suele ser desestimada como fake news, nosotros, como editores, preferimos darle voz a un artista respetado, en vez de doblegarnos a aquellos determinados a silenciarlo”, explicó en un comunicado Arcade Publishing la razón por la que decidieron editar A propósito de nada (Apropos of Nothing), la autobiografía de Woody Allen que ya se conoció en España, a través de Alianza, con traducción del argentino Eduardo Hojman, y que llegará a Latinoamérica a fines de este año.

 

“A pesar de ser un paria tóxico y amenaza para la sociedad, la editorial Hachette había prometido publicar Apropos of Nothing”, escribe Allen en uno de los textos finales de la biografía, pero “cuando llegaron las críticas reales emitieron su postura con consideración y desecharon el libro como si fuera (radioactivo como el) Xenón-135”. La polémica se desató y hay quienes, como el caso de Stephen King, consideraron el hecho como una violación a la libertad de expresión: “No me preocupa Allen, sino quién será el próximo en ser amordazado”, tuiteó el escritor de El resplandor. Ronan Farrow, periodista e hijo de Mia y Woody, quien compartió su premio Pulitzer con el The New York Times por su investigación para The New Yorker sobre Harvey Weinstein, estaba furioso cuando supo que la biografía de Allen sería publicada por la misma compañía matriz que editó su libro Catch and Kill. En “solidaridad con Dylan Farrow (Allen dedica buena parte del libro a negar el abuso a su hija de siete años y apunta a su ex, Mia, de manipularla) y los sobrevivientes de abuso sexual”, los empleados de Hachette alzaron la voz contra el autor, que como “paria”, tal como se define, le resulta cada vez más difícil encontrar quienes produzcan y distribuyan sus películas. Allen se convirtió en una especie de tabú que lo tiene en el centro de un eterno debate que incluye a muchos representantes de la cultura: ¿leemos a Allen? ¿vemos sus películas? ¿Es posible separar la obra del artista?

 

“Lo que habría que preguntarse es desde qué criterios, patriarcales, como lo son los que han fundamentado los sistemas de valor del arte, han sido establecidas las ideas del arte bueno, de calidad, el canon –analiza Andrea Giunta, historiadora del arte, investigadora y curadora–. En verdad, una película como Manhattan, analizada desde los debates y posiciones actuales, no nos produciría el mismo interés que nos produjo 40 años atrás. La relación entre una estudiante de escuela secundaria y un anciano inescrupuloso no hubiese contribuido a la buena recepción de este film que cimentó el éxito de Allen. Pero no lo sabemos. En todo caso, la película, por su tema, permite analizar la distancia entre el presente y el año en el que se estrenó. Es un archivo relevante para comprender cómo han variado los sistemas de valores. Al mismo tiempo, la pregunta también podría ser qué es lo que ese canon cinematográfico machista, que sigue escandalizando en la entrega de los Oscar, ha impedido ver y apreciar. Esa es una tarea por hacer y una realidad por transformar”. En esta misma línea de pensamiento Alyssa Rosenberg, la periodista cultural sostuvo en una columna en The Washington Post: “El conocimiento de que Allen se casó con la hermana de sus hijos y de que es acusado de abusar de Dylan Farrow no cambia sus películas; nos cambia a nosotros. Por qué algunas de sus tramas antes nos parecían geniales o al menos aceptables y ahora son incómodas”.

 

Siempre está la posibilidad de separar la obra de quien la produce, según el médico psiquiatra Enrique Stola: “Que Gauguin haya sido un pedófilo no me impidió sentir el placer estético ante su obra, pero en el aquí y ahora ya no puedo hacer lo mismo con las últimas películas de Woody Allen, las que decidí no ver”.

 

El estreno en 2019, de Leaving Neverland, el documental de HBO que acusó a Michael Jackson de abuso sexual a dos menores de edad, generó que gran parte de las cadenas de radios en el mundo, incluida Argentina, sacaran su música de la programación habitual. “El artista tiene tanta responsabilidad moral como cualquier sujeto racional, ni más ni menos –sentencia Ricardo Ibarlucía, doctor en Filosofía e investigador independiente–. El sofisma está en trasladar a una obra de arte un valor que corresponde, en todo caso, al sujeto de una acción. La responsabilidad implica hacerse cargo de las consecuencias de una acción, asumir una decisión, dar la cara por lo que se hace. La obra de arte es el producto de las acciones del artista como tal. Luego, como cualquier otra persona, realiza otras acciones, desempeña múltiples roles sociales. El moralismo, sin embargo, invierte las cosas, las desvía y confunde, hay que reconocerlo, con bastante eficacia, sobre todo en los grupos sociales proclives al puritanismo. ¿Qué se está insinuando, por ejemplo, por detrás de la pregunta aparentemente ingenua sobre si la obra de un artista debe juzgarse al margen de sus acciones morales? ¿Deberíamos conocer y aprobar, por ejemplo, la vida privada del artista para juzgar sus obras, para determinar, erigiéndonos de oficio en tribunal de la humanidad, cuáles obras de arte tendrían derecho a ser exhibidas y cuáles deberían ser objeto de censura, cuáles autores serían recomendables y cuáles merecerían integrar una lista negra? Creo que no nos damos cuenta de lo peligroso que es aventurarse en este tipo de moralismo, que muchas veces viene acompañado de gran oportunismo e hipocresía. Por ejemplo, los directivos de Amazon pretendían detener el lanzamiento de Día de lluvia en Nueva York por las acusaciones de abuso sexual contra Allen. Pero los principios morales esgrimidos no le impidieron jamás a la empresa vender ediciones de Mi lucha. Evidentemente, se puede promover el antisemitismo y ser políticamente correcto”.

 

En el último Festival de Venecia, la realizadora argentina Lucrecia Martel ofició de presidenta del jurado y sentó posición al saber que el film de Roman Polanski , J’Accus (El oficial y el espía) estaba en competencia: “Yo no separo al hombre de la obra”, sentenció. “Acepté ser presidenta del jurado mucho antes de conocer qué películas competirían –contó en una entrevista publicada en La Nación de Argentina–. Cuando supe que estaba Polanski (en 1977 fue acusado de drogar y violar a una menor), pensé: ‘Listo, renuncio’. Renunciar era esquivar el problema. Si como comunidad decidimos meter todos estos temas bajo la alfombra, nada va a cambiar. Es sentido común. Mi decisión de no ir a la gala es insignificante como llamado de atención a la gente del cine, y una mínima solidaridad con las víctimas de abuso. Después viene lo importante, que nos sentemos a hablar”. Ante la polémica el director de la Mostra, Alberto Barbera, consideró que “la historia del arte está llena de personas que han cometido crímenes, pero no por esa razón dejamos de considerar sus obras”.

 

La documentalista Lucía Vasallo reconoce en Polanski un gran referente –en 2002 ganó el Oscar y la Palma de Oro en Cannes por El pianista–, “sin embargo, desde hace unos años, consciente de sus abusos, me cuesta ver su cine de la misma manera; es como un acto reflejo involuntario. Sin ser tan solemnes, la revisión histórica se da naturalmente, porque hemos cambiado la manera de percibir ciertas cuestiones”. El pasado que ha perdurado nos interpela en tiempo presente, “de lo contrario, no nos interesaría más allá del dato historiográfico –analiza el historiador, docente y ensayista Sergio Pujol–, pero no podemos desconocer los contextos epocales. Por ejemplo, resulta ridículo descartar buenos tangos porque sus letras eran machistas, o cuestionar los modos de representación del amor romántico en las viejas comedias de Hollywood. Con ese criterio, deberíamos desechar El mercader de Venecia, por su evidente contenido antisemita. Hay ahí un desafío muy interesante: ¿cómo resignificar aquellas obras sin traicionarlas? Pienso en los tangos de Discépolo: a María Elena Walsh le irritaba “Esta noche me emborracho” por el modo despectivo con el que aparecía en su letra la mujer cabaretera (‘Sola, fané y descangayada.’). Pero varios años más tarde, Liliana Felipe, una artista de conocida militancia en política de género y diversidades, grabó un estupendo disco con los principales tangos de Discépolo. Sin suprimir una sola palabra ni buscar socorro en el recurso banal de cambiarle el género al yo lírico, Felipe se apropió de “Esta noche me emborracho” y desde su lugar de enunciación deconstruyó el sexismo original del tango, o al menos lo redujo a elemento secundario. Creo que este un buen ejemplo de que, en determinadas circunstancias, la información que disponemos del artista abre otros sentidos en una obra, en lugar de limitarlos”.

 

A su entender, el escritor, investigador y también ensayista Martín Kohan destaca que no sólo es posible separar al artista de su obra, sino incluso indispensable. “Lo que una determinada persona pueda parecernos no determina en ningún sentido lo que pueda llegar a parecernos una obra que esa persona ha hecho. Una obra nunca se reduce a la intencionalidad que su autor pudo tener, por suerte, porque, si así fuera, el lugar de los receptores sería más bien pasivo. Por ende, la posición que se tome respecto de un autor y la posición que se tome respecto de una obra no tienen por qué ser correlativas. Tiendo a pensar que los pedidos de censura que a veces se plantean tienen más que ver con tomar represalias en contra de alguien que con una consideración artísticamente significativa. El caso de Lucrecia Martel, que mencionas, es distinto, porque ella reaccionó a la presencia de Roman Polanski. Ahora bien, no me parece menos banal admirar a un artista (no como persona, sino como artista) porque defiende las buenas causas y se atiene a lo políticamente correcto”.

 

Con el tono que lo caracteriza, el escritor argentino Ariel Magnus es contundente al afirmar que no nos queda otra opción que separar al artista de su obra, “porque están separados: el primero, sin duda, desaparece; la segunda, en el mejor de los casos, queda. Y es, por lo tanto, la única que realmente importa. Puedo no saber nada de un artista y da igual; de la obra siempre sé todo, aun si sólo es un fragmento (sé que es un fragmento). Claro que la biografía agrega mil detalles, nos predispone mejor o peor para la apreciación de la obra, opaca o ilumina, pero de ningún modo resulta inseparable ni indispensable. Pensémoslo al revés: porque sabemos que un artista es un filántropo, un héroe de la humanidad, ¿sus obras van a ser mejores? Por mucha voluntad que pongamos, si son malas, son malas –especula–. Supongamos que se descubre que Camus efectivamente mató a alguien porque sí. ¿Prohibimos i? Yo más bien agradecería, sotto voce, que ese asesinato haya servido para inspirar un gran libro”.

 

El ensayista, poeta y traductor Santiago Kovadloff sostiene que “la responsabilidad indelegable de un artista es infundir consistencia estética a su obra. Solo así sus propuestas pueden ganar verosimilitud. Sin esa verosimilitud la obra puede resultar moralmente loable, pero entonces ya no será una creación artística. Tampoco es aconsejable exigir que entre la obra de arte y las conductas de su autor más allá de ella haya correspondencia. Una y otras no tienen por qué equivalerse. Más aún: rara vez se equivalen -arriesga-. La coherencia estética debe manifestarse en la obra. Y ella no equivale a la coherencia ética que pueda tener fuera de ella quien la creó. Si juzgáramos Una temporada en el infierno por el comportamiento extraliterario de (Arthur) Rimbaud, no diríamos nunca que estamos ante una obra literaria que merece muestra admiración. No siempre se toleró y menos aún se propugnó esa separación entre ética y estética. Lo bello y lo bueno, sostuvo Platón, son correlativos. Así se lo creyó largo tiempo. La censura eclesiástica promovió el nihil obstat en favor de aquellas obras que en nada atentaban contra sus creencias. Las ideologías totalitarias impidieron e impiden la difusión de obras que no se ajusten a sus mandatos. El nazismo propuso e impuso la categoría de arte degenerado para calificar a obras modernas que contravenían su ideología. El lugar al que, a cada uno, lo habilita su educación. Si no se ha comprendido que es posible y usual que un artista se deba, como creador, sólo a las imposiciones de su estética y no a las de la ética del sujeto social que él es, más allá de su trabajo estético, entonces se juzgará la obra con criterios ajenos a lo artístico. Es comprensible que esto ocurra, pero no por eso es interesante”.

 

El arte en general ha experimentado una transformación. Alejandra Laera, docente e investigadora independiente, se refiere a una transformación “que cuestiona, precisamente, la diferenciación tajante entre vida y obra, realidad y ficción, autor y narrador o personaje, entre otras separaciones por el estilo, que fueron tan importantes en el arte moderno, que insistía en no confundir a la persona con su obra –analiza–. Lo que quiero decir es que el cuestionamiento de la relación entre arte y artista forma parte del propio giro hacia lo autobiográfico y/o lo documental de la idea contemporánea de arte. En ese sentido, una pregunta que quizás no parecía pertinente cuando predominaba una concepción más autónoma del arte, ahora no sólo está habilitada sino que, más allá de la respuesta que cada uno le dé, nos incita a participar de un debate acerca de las condiciones en las que alguien enuncia o produce una obra. Ahora bien, esa pregunta sobre la separación arte y artista no tiene, para mí, una validez transhistórica sino contemporánea y situada. Creo que no se puede asumir a priori ni una distinción ni una asimilación. La respuesta individual que se da contribuye a una respuesta social y, por el mismo pasaje entre obra y persona, implica un juicio de valor múltiple. Es preciso ser responsables y tener en cuenta que no se trata de emitir una opinión, sino de construir un argumento que implica cuestiones estéticas, morales, legales, políticas. En términos de ética o moral, no me parece que un artista vivo tenga que ser considerado en relación con su obra igual que un artista que ya ha muerto. Personalmente, y aunque esto pueda ser discutible, sigo viendo las películas de Woody Allen aunque de ningún modo voy a verlas al cine. Pero sí he visto retrospectivas de Leni Riefenstahl y pondero la literatura de Céline. Es un modo modesto de la intervención que a la vez me protege de la necedad de negar una obra por los actos de quien la llevó a cabo. Además, hay casos fáciles, como es el de Polanski. Otros son polémicos, como el de Peter Handke, un escritor que fue fundamental sobre todo en los años 80, pero cuyos posteriores apoyos políticos fueron controversiales e hicieron que sufriera un silenciamiento generalizado; cuando recibió el Nobel, la discusión se actualizó, se expandió y desde entonces hay más elementos para opinar sobre el caso Handke”.

 

Para el poeta, novelista y cuentista Eduardo Álvarez Tuñón, no sería aventurado, ni temerario, afirmar que toda obra es una forma velada de la autobiografía. “También es cierto que la creación tiene algo de arrebato ingobernable, de ajenidad. Más allá de las invocaciones, a través de los siglos, a las musas, o al inconsciente, a veces cuesta identificar al ser humano, artista, que podría suscitarnos rechazos en la vida, por su proceder o su ideología, con la obra que lo trasciende y nos conmueve. El arte excede a su creador, se eleva y, en la mayoría de los casos, admiramos el resultado con prescindencia de quien lo ejecuta. Pero hay algo que debe quedar claro: ser artista no significa ser impune –remarca este hombre, que se ha desempeñado como juez nacional y fiscal general–. No me niego a que los artistas sean enjuiciados como todos los hombres. Pero el reproche ético o social no debería trasladarse al plano estético. En este sentido, reivindico la posición de Daniel Barenboim al interpretar a Wagner, sin prejuicios, pese a las críticas, soslayando alguna opinión de superioridad racial aria, vertida en sus textos juveniles y sin darle importancia a la utilización artera de su música por el nazismo. Creo que el problema se ciñe a los contemporáneos, porque son aquellos con los cuales convivimos, día a día, en una realidad concreta, con valores básicos de civilización, que nos indigna ver dañados en el aquí y ahora”.

 

¿Puedo seguir escuchando, leyendo, viendo a ese autor, artista luego de conocer delitos vinculados a esa persona? Mercedes Ezquiaga, periodista y autora de Todo lo que necesitás saber sobre arte argentino, cree que nadie tiene esa respuesta, más que uno mismo. “Si no: ¿quién va a establecer el límite de lo que está permitido consumir de manera artística? No es buena la corrección política, especialmente si no viene acompañada de una opinión genuina, honesta. Tal vez el problema sea que los espacios de reconocimiento y legitimación aún hoy sigan siendo aquellos mismos delineados por el patriarcado. Y entonces, la discusión va por otro lado –considera–. Recuerdo una edición de arteBA donde organizaron un desfile de remeras (playeras) confeccionadas por las chicas del colectivo de Ni una Menos de Villa Fiorito, de la mano del proyecto Belleza y Felicidad que comanda la artista Fernanda Laguna. Sus remeras con estampas exhibían diferentes frases. Una de ellas decía Amo la cumbia pero sus letras no me quieren. El desfile fue una fiesta y finalizó con todas las chicas bailando cumbia. Ese posicionamiento, desde la frase de una remera me pareció poderoso. Y esto que cuento ocurrió hace tres años. No sabemos si esas chicas siguen escuchando esa misma música, pero no es casualidad que hayan surgido en el último tiempo tantas bandas de cumbia feminista, cumbia disidente, cumbia queer, cumbia empoderada. Hoy resulta difícil, mirar una película del pasado, escuchar la letra de una canción, leer un libro, y no sentir ese desfasaje del tiempo”.

 

Para Alexandra Kohan, psicoanalista y magíster en Estudios Literarios de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), el arte está en las antípodas de la moral. “¿Eso quiere decir que sea amoral? No, quiere decir que el arte cuestiona y no es condescendiente con la moral de una época, o al menos es lo que espero del arte. Me interesa que un artista no sea condescendiente con la época, con lo que se espera que diga –indaga–. Me llama la atención los modos de leer que circulan. Se leen ficciones como si fueran una expresión directa del autor. Entiendo que eso no es sólo un modo de leer sino un modo de concebir la ficción y la literatura. En la literatura no se trata de la realidad fáctica sino de los efectos de verdad, los hechos son hechos de lenguaje y un narrador no es el autor contándonos su vida ni expresando lo que piensa en lo personal. Creo que esos modos de leer vehiculizan esa práctica tan nefasta que sucede hoy en día. Se cancela a un autor o a un artista y de ese modo no se problematiza más nada. Es un gesto pueril que pretende expulsar el mal y suponerse a salvo, incluso de ejercerlo”.

 

“Es cierto que las agendas para eliminar la violencia hacia las mujeres, hacia los niños, las guerras y la discriminación serían más claras si las obras de arte no gozasen de la excepcionalidad que las margina de los sistemas de valor que regulan la sociedad; el abuso de menores es ilegal, pero una obra que lo ensalza, no –subraya Giunta–. Pero la existencia del arte se basa en esa desregulación respecto de las normas de lo cotidiano y la ley. Es el terreno de la fantasía y de la distancia respecto de las normas que ordenan las conductas sociales. Frente a ciertas obras podemos no verlas, no leerlas, o hacerlo desde una perspectiva crítica”.

 

La pandemia como escenario lleva a Sergio Pujol a preguntarse: “¿Por qué no nos importan tanto los aspectos odiosos de grandes científicos y podemos valorar sus aportes de un modo más independiente? Quizá la diferencia esté en que buscamos que las obras de arte nos brinden enseñanzas de vida, algo que difícilmente el desciframiento de genoma del Covid-19 puede darnos, aunque nos dará algo más importante: la posibilidad de seguir viviendo un tiempo más”.

 

FOTO: El director de cine Roman Polanski durante la filmación de J’accuse (El oficial y el espía), que retoma el famoso caso Dreyfus para abordar el tema del derecho a la defensa y el debido proceso./ Especial

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