Paolo Sorrentino y la bendición omnisciente

Dic 25 • Miradas, Pantallas • 10773 Views • No hay comentarios en Paolo Sorrentino y la bendición omnisciente

La feliz vida de un adolescente napolitano se ve interrumpida después de una tragedia familiar, lo que le orilla a emigrar a Roma para iniciarse como cineasta

 

POR JORGE AYALA BLANCO 
En Fue la mano de Dios (É stato la mano di Dio/ The Hand of God, Italia-EU, 2021), autobiográfico film añorante 11 del autor total napolitano e inasible estilista de 51 años Paolo Sorrentino (El divo 08, La gran belleza 13, Youth 15 y un tríptico sobre Silvio Berlusconi aquí inédito: Loro 18), el inquieto puberto napolitano sin amigos ni siquiera escolares pero fanático del futbol Fabio Schisa con diminutivo cariñoso Fabietto (Filippo Scotti) acude rauda y salvadoramente en su motocicleta, junto con su jocundo padre empleado bancario Saverio (el envejeciente actor emblemático del director Toni Servillo) y su ajada madre malabarista superalegre Maria (Teresa Saponangelo), al rescate de su sexofetichizada tía exhibicionista esquizo-compulsiva Patrizia (Luisa Ranieri) que ha sido objeto de brutal madriza de parte de su canoso cónyuge machista Franco (Massimiliano Gallo) a causa de haberse dejado tocar fabulescamente por la mano bendita del sacrosanto Monjecito Niño que, bajo la guía del celestial santo patrono citadino San Genaro en persona (Enzo De Caro), le concede el prodigio de embarazarse pese a su declarada esterilidad, sin embargo, ella aborta y va a dar a un sanatorio psiquiátrico, pero mientras tanto nuestro incipiente héroe chavo Fabietto va a ser también benefactoramente tocado a su vez por otras manos y otra ambivalente buena/mala suerte, o sea, por la mano de un cálido mundo que resplandece en una alocada celebración campestre comunal o en una veraniega travesía marítima y en su transpuesta vida cotidiana, y por la mano colectiva de un entrañable conjunto de personajes entre populares e imaginarios, como su hermano pasto de fallidos castings para ser estrella de cine Marchino (Marlon Joubert), su hermana encerrada a perpetuidad en el cuarto de baño Daniela (inmostrable), la desdeñosa Baronesa viuda con imponente abrigo de pieles a perpetuidad (Betty Pedrazzi), el barbilindo galán barrial en trance de permanente seducción relamida Mario (Lino Mussella) y muchas criaturas semifantásticas más, todas entusiasmadas hasta la parálisis con la increíble adquisición-incorporación al equipo urbano local del futbolista argentino Diego Maradona, poseedor de la vengadora/salvadora mano de Dios dentro y fuera de la cancha, pues el luminoso Fabietto va a salvar milagrosamente la vida por acudir al estadio para aclamar a su ídolo del balompié, en lugar de permanecer en casa, donde su padre y su madre fallecen a causa de una fuga de monóxido de carbono, sin que la policía permita que el traumatizado muchacho pueda ver los cadáveres desfigurados, por lo que el buen Fabietto aspirante a estudioso de la filosofía y recitador de versos de Petrarca o Dante, deberá crecer de golpe en la orfandad absoluta, y convertirse en el joven Fabio, acumulando nuevas experiencias insólitas, hasta decidirse cierto día a emigrar a Roma, para devenir realizador de cine, siempre a consecuencia venturosa de una misma bendición omnisciente.

 

 

La bendición omnisciente disfraza, traviste, encomia y rodea de dulzura mágica y maravillosa la crueldad del tránsito púber y la desfloración total para despuntar hacia la vida adulta sin todavía poder alcanzarla jamás, a cada secuencia autoinflamada y a cada momento narrativo, diríase que quizá sólo porque así lo garantiza la encomiástica fotografía delirante de Daria D’Antonio y la sintética edición lineal pero de pronto movida por una lógica onírica del habitual colaborador sorrentiniano Cristian Travagiolli, que saben sacarle el máximo partido a la ciudad tirrena de Nápoles de los 80 (esas vistas todoabarcadoras del puerto o de las playas pedregosas al pie de Vesubio, esas correrías nocturnas por la transversalidad social), hasta lo barroco (esas hileras de gente extática en la parada del autobús o en un casting de seres visualmente excéntricos, esa suntuosa majestad de capillas en ruinas y palacios íntimos, esas travesías nocturnas por una suerte de calles abovedadas o de catacumbas anegadas) o la erotomanía: esa fascinación por la tía Patrizia incluso recluida en el manicomio, esa iniciación sexual de Fabietto tras ser conminado a cepillarle cabellera y sexo a la anciana Baronesa.

 

La bendición omnisciente equivale muy explícitamente a un glosador homenaje fabulesco al imaginario juvenil de Federico Fellini al interior de aquél su pueblito natal de Amarcord (73), que se rubricaba con su migración-huida-trasplante rumbo a la caótica Roma-Fellini (72) e invirtiendo sus cronologías y algunos de sus atributos exclusivos, o sea, un coincidente tributo-saqueo posmoderno y fervoroso, hasta hacer del film mitad realista evocador mitad alucinado de Sorrentino un descarado y trascendido Amarcord tan particular cuan irreemplazable y vuelto propio de este inubicable realizador, pues aquí se reúnen y resuelven abundantes fantasías sensoriales o directamente sensuales de sus anteriores películas sorpresivas y realistas mágicas: algo de la paradójica identificación ontológica del héroe que fue y un exfutbolista alter ego por transmigración de las almas (ahora Maradona) de El hombre que está de más (Sorrentino 03), algo del recuperado retrato sociopolítico de la época de El divo 08, algo de la stravaganzza arterreflexiva de La gran belleza, y algo del decadente retiro estragador de ancianos en un balneario alpino en pos de la perdida juventud (Youth).

 

 

Y la bendición omnisciente se diversifica por fin en cada encuentro iniciático, relacional y creador del héroe, en su iniciación a la amistad con el grueso contrabandista golpeador gratuito e incestuoso Armando (Biagio Manna) para descubrir la Noche Brava pasioliniana durante una deriva hacia Capri desierta y el Stromboli, en la iniciación al genuino delirio fílmico autóctono con el exigente cineasta Antonio Capuano (Ciro Capuano), en la intensidad de la iniciación a la disruptiva idiosincrasia napolitana gozosa, y en el adiós del Monjecito sacro al paso azaroso por un andén ferroviario.

 

 

FOTO: Filippo Scotti interpreta a Fabio Schisa, protagonista de Fue la mano de Dios/ Crédito: Especial

« »