Moralina y promoción del libro y la lectura

Dic 28 • destacamos, principales, Reflexiones • 6537 Views • No hay comentarios en Moralina y promoción del libro y la lectura

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El pensamiento crítico parece no tener lugar en este gobierno de México que trabaja para unificar un solo discurso, que enarbola idealismos en lugar de cuestionamientos

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POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES

En los últimos tiempos, y no sólo en México, pero también aquí (y especialmente), la lectura de libros ha cobrado un tufo puritano y dirigista que privilegia cierta forma de leer y cierto tipo de lecturas y libros morales que nos prometen ser mejores, pero, especialmente, en un sentido político e ideológico, y desde las instituciones del Estado. Se nos pide ser “buenos”, “portarnos bien” y se nos ofrecen pautas morales para ello. En otras palabras, se nos lee la cartilla, desde el poder, para legitimarnos, o no, como “buenos ciudadanos”: comportarnos derechitos (aunque de izquierda) para satisfacción gubernamental. Tal pretensión, con cartilla moral incluida, contradice, justamente, la libertad de leer y las demás libertades.

 

Los gobiernos no tienen derecho a meterse en nuestra moral, y, si lo permitimos, al rato meterán la mano en nuestros calzones. La lectura de libros, y especialmente de libros que contienen el más profundo conflicto humano, en una escritura de la más alta calidad, no obra milagros, sino que nos transforma gracias a hondas experiencias de la sensibilidad y la inteligencia sin las cuales seríamos diferentes. Pero no nos promete, por cierto, ningún paraíso. Cada cual lee desde su individualidad, desde su intimidad, y se transforma según sea su temperamento y su personalidad. La sentencia de que las personas se tornan “buenas” por leer “buenos libros” no es afirmación de lector, sino de político: creencia de quienes, además, concluyen esto porque se consideran modélicos: no sólo “buenos lectores”, sino “buenísimas personas” (desde su recta ideología), aunque no puedan dar prueba de ello.

 

El 14 de octubre, en un hospital de New Haven, murió el gran profesor, crítico y ensayista estadounidense Harold Bloom, a los 89 años. Autor de El canon occidental y de otros libros estupendos, Bloom fue, sobre todo, un gran lector, un lector insobornable; de esos que surgen cada siglo, porque no abundan; de esos que leen no para presumir que han leído ni qué han leído, sino para conversar con los demás sus hallazgos en la lectura y tratar de que otros se entusiasmen por la lectura de libros, por el gusto de leer: ajeno por completo a propósitos políticos y morales que, invariablemente, conducen a una dictadura del gusto y, por lo general, del mal gusto.

 

En El canon occidental, Bloom escribió “Los más grandes escritores occidentales subvierten todos los valores, tanto los nuestros como los suyos. Los eruditos que nos instan a encontrar el origen de nuestra moralidad y de nuestra política en Platón, o en Isaías, están alienados de la realidad social en que vivimos. [Alienar, de acuerdo con María Moliner, es ‘transformar la conciencia de un individuo o colectividad de modo que pierda su propia identidad’.] Si leemos el canon occidental con la finalidad de conformar nuestros valores sociales, políticos, personales o morales creo firmemente que nos convertiremos en monstruos entregados al egoísmo y la explotación. Leer al servicio de cualquier ideología, a mi juicio, es lo mismo que no leer nada. La recepción de la fuerza estética nos permite aprender a hablar de nosotros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de nuestro yo interior. Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas, ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad”.

 

Para Bloom, “Shakespeare no nos hará mejores, tampoco nos hará peores, pero puede que nos enseñe a oírnos cuando hablamos con nosotros mismos”. Bloom padeció, en la universidad, a sus colegas que le reprochaban que hiciese la lectura por gusto, “¡sin ningún propósito social!” Esos académicos, profesores e investigadores creen, de veras, que los libros únicamente se han escrito para “estudiarlos” y “diseccionarlos”, pero no para gustar de ellos, para embeberse en su lectura, para abismarse en sus páginas. A esos colegas, en su conjunto, Bloom los llamó comisarios de la Escuela del Resentimiento: un resentimiento, por lo demás, ridículo, al suponer que los libros han sido escritos, por sus autores, para salvar a la sociedad de sus problemas, o como si Emma Bovary y Gregorio Samsa fueran, específicamente, ideados así por Flaubert y Kafka, símbolos de la liberación femenina y de la soledad y la humillación. Muchos presupuestos se destinan a probar estas tesis elaboradas por decodificadores del texto, más que lectores: profesionales que no disfrutan el libro ni piensan que deban disfrutarlo, porque el hecho mismo de disfrutarlo los pone en el conflicto de interés de estar gozando con lo que únicamente debe ser un trabajo “serio”.

 

Bloom es uno de los últimos lectores a quienes lo que les importa es su transformación individual, su experiencia íntima que puede o no, por empatía y por comunión con otros lectores, hacer que este mundo sea más soportable, menos afrentoso; un mundo, además, casi siempre regido por prescripciones políticas y morales que desvían la intimidad hacia formas públicas alharaquientas deseosas, más que de la lectura en sí, de la celebridad, el dinero y el poder político. Quienes piensan que deben influir y conducir a los demás por el camino moral que consideran el mejor son más políticos que lectores. Al fin y al cabo, hasta sin leer libros se puede conducir a los demás, ya sea a una montaña o a un abismo.

 

La lectura y la promoción de la lectura tienen valores estéticos más que morales, pero incluso la estética y la ética son de cada cual. Ningún libro, por muy bueno que sea, nos hace automáticamente buenos y sabios, pero también es verdad que ningún libro, por muy malo que sea, nos convierte automáticamente en malvados y estúpidos. Recordemos, en este punto, lo que afirma Daniel Pennac en Como una novela: “La idea de que la lectura ‘humaniza al hombre’ es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más ‘humano’, y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos ‘fiera’), después de haber leído a Chéjov que antes. Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la ‘moralidad’ de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, los brutos contumaces seremos nosotros, por muy “lectores” que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo. En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer”.

 

Hay, por supuesto, quienes no coinciden ni con Harold Bloom ni con Daniel Pennac. Pueden tener, para ello, razones estéticas, pero también consideraciones políticas que a veces no son otra cosa que dogmas ideológicos. Si como dice Pennac, “el verbo leer no admite el imperativo”, cada cual tiene el derecho a leer de la forma que quiera en tanto no ejerza coerción, coacción y ni siquiera mandato sutil o dirigismo (este último desde las instituciones del Estado) para que las personas lean de acuerdo con su criterio o con su dogma. Leer es un ejercicio de libertad que nos ha de dar, cada día, mayor libertad, independencia y autonomía, incluso para no leer en absoluto, o bien para no leer aquello que no nos interesa, aquello que no deseamos leer y que algunos (o las instituciones) categorizan como “lecturas indispensables”. Es incongruente hablar de libertad en la lectura e imponer criterios y autores para leer, formas de leer, prescripciones para la “utilidad” (o futilidad) moral y política de la lectura.

 

La vida del libro es prodigiosa no sólo porque, desde las tablillas mesopotámicas, hacia el año 3000 antes de Cristo y hasta nuestros días, ha sido piedra, arcilla, papiro, pergamino, papel y cristal líquido (piedra, papel y pantalla), sino también porque ha sobrevivido no sólo a los cambios de soporte, sino a la barbarie política y moral que, cuando no los ha condenado a la hoguera, ha perseguido y enjuiciado a sus autores, justamente por delitos que no debieron ni debieran existir, como el denominado “ultraje a la moral pública”, acusación que tuvieron que soportar, por ejemplo, Charles Baudelaire (1821-1867), por Las flores del mal (1857), y Gustave Flaubert (1821-1880), por Madame Bovary (1857), dos de las obras maestras capitales de la creación literaria moderna, la primera en la poesía y la segunda en la novela, sin las cuales no entenderíamos del todo la grandeza de la literatura y, en general, de nuestra cultura escrita.

 

Hoy nos parecen ridículas las acusaciones contra estos libros, pero en su momento eran cosas graves que tenían que superar los autores, y no siempre salían, por cierto, bien librados. Todo lo cual demuestra que, cuando en la literatura, se meten la moral y la política todo se echa a perder para la cultura y el arte. Ha pasado y sigue pasando en el capitalismo, ha pasado y sigue pasando en el socialismo: La moral y la política privilegian siempre un arte y una literatura sin dimensión estética y sin verdadero conflicto humano con tal de imponer una ideología que encadene a todos a una sola idea de progreso. El arte y la literatura socialista dejaron cascajo que, en su momento, fue considerado monumento imperecedero. El arte y la literatura consumista del capitalismo entroniza cada semana el cascajo que, al paso de unos meses, no existe ni en el recuerdo de sus más entusiastas consumidores. Por algo Hermann Hesse sentenció: “Los enemigos de los buenos libros, y del buen gusto en general, no son los que los desprecian, sino los que los devoran”.

 

El principio que hay que defender, para el caso del libro y la lectura, pero también para todo lo demás, es la libertad que conduce a la autonomía y a la independencia de criterio. Que cada cual lea lo que le venga en gana, y que asuma las consecuencias de sus actos, y de sus lecturas, puesto que esta libertad es un derecho que ha costado mucho esfuerzo, mucho tiempo y muchos afanes a los creadores, como para hoy cederlo a las exigencias de leer moralmente, ideológicamente, sociológicamente o como dicten los cánones de quienes desean dirigir y coaccionar la lectura para dirigir y coaccionar a los lectores hacia un camino único, hacia una sola idea. Tan dañinos son los que queman libros como los que los imponen o los tutelan para encarrilar a los ciudadanos en una sola dirección.

 

En Fahrenheit 451, su autor Ray Bradbury y su traductor Francisco Porrúa incluyen como epígrafe un presunto aforismo de Juan Ramón Jiménez, el cual “inventó” Bradbury al traducir en inglés al poeta español, y que “reinventó” Porrúa (bajo el seudónimo de Francisco Abelenda, tal como lo documenta el docto Luis Miguel Aguilar) al retraducir, del inglés al español, y con rima, lo que significó un “hallazgo literario”, para decirlo con una expresión del no menos docto Ricardo Garibay: “Si os dan papel pautado,/ escribid por el otro lado”. Sea como fuere, el sentido del aforismo nos aconseja, gentilmente, que subvirtamos las reglas: que no obedezcamos pautas ni mucho menos exigencias lo mismo en la escritura que en la lectura.

 

Y ya que mencionamos a Ricardo Garibay, recordemos que en su libro Paraderos literarios (1995) su divisa la concentra en un afortunado aforismo: “Leer como quien conquista tierras vírgenes”. Y en su Oficio de leer (1996) nos ofrece este autorretrato: “Te entregas a leer, porque ya casi no sabes ni puedes hacer otra cosa, y vas cazando, acá y allá, los momentos de mucha felicidad donde el idioma de los autores abre para la intelección el misterio de la vida”. En la revista Proceso publicó también una “garibayesca”, para mí inolvidable, que recogió después en su compilación Tendajón mixto (1989), que apareció en la editorial de la misma revista:

 

“Leer es pasar los ojos, la voz, las orejas y el entendimiento por la escritura de alguien de mejores luces y ciencia que las propias. De ahí, leer es un acto de humildad, de devoción, de reverencia. Es asomarse desde el hombro del insigne a un mundo velado hasta ese momento, vedado. Es el acto primero del hombre culto, es primaria civilidad sobre la cual habrá de levantarse mi participación en el espacio y tiempo que me pertenecen. Sobre los hombres de ‘vida más entregada a leer que a vivir’ se construye el prestigio y la fuerza de las naciones que entran por derecho propio en los jardines de la historia. Debe afirmarse que hombre sin lectura es apenas él mismo, es a medias, bien mostrenco, sin dueño y sin destino. Y en esa ausencia de dueño él es el principal ausente”.

 

En estos tiempos en los que asistimos al desprestigio de la “lectura salvaje”, libre y soberana (la lectura del descubrimiento, la del hallazgo) y, en cambio, se insiste en la lectura moral y dirigida de acuerdo con la política y la ideología, habría que reivindicar otra certeza de Pennac: “Nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad”. De los políticos no podemos esperar otra cosa, sino que lean como políticos (los que leen). Los lectores que no son políticos saben perfectamente que los libros jamás nos prometen lo que no pueden cumplir: especialmente, la felicidad. Cuando los libros son solamente herramientas de la demagogia, más nos valdría, como aconseja Montaigne, dedicarnos al juego de la pelota.

 

FOTO: Un vigilante revisa sus apuntes escolares mientras resguarda la exposición “El Santo, Leyenda de Plata”, en la Biblioteca Vasconcelos, en la Ciudad de México./ Mario Guzmán/ EFE

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