Proust y la lectura

Oct 16 • Ficciones • 1347 Views • No hay comentarios en Proust y la lectura

 

En su “Opúsculo sobre la lectura”, el francés habla de su amor por los libros durante su juventud, cuando pugnaba por mantenerse inmerso en ellos a pesar de las distracciones cotidianas

 

POR BENJAMÍN BARAJAS 
Los grandes escritores suelen ser grandes lectores, al menos esa es la idea que subyace entre los críticos y teóricos de la literatura, pues no es fácil concebir la creación de una obra propia sin haber abrevado en los manantiales clásicos y contemporáneos, que conforman su bagaje cultural, su imaginario y su visión de mundo.

 

Cervantes nos recuerda que leía todo lo que llegaba a sus manos, incluso los papeles que encontraba tirados en la calle; de Shakespeare se sabe poco, pues parece que de joven era aficionado a la caza más que a la lectura, en cambio, Alfonso Reyes consagró su vida a los libros, y Jorge Luis Borges decía que su orgullo verdadero residía en las obras que había leído, no en las que había escrito.

 

Los escritores actuales, cuando son entrevistados, suelen halagar sus lecturas y aprovechan el espacio para establecer su filiación estética y también sus fobias, pero no abundan los casos en que la lectura se constituya en una poética que pueda iluminar la obra de un determinado autor, como fue el caso de Cervantes, Flaubert y el propio Marcel Proust, razón por la cual nos parece fascinante el opúsculo “Sobre la lectura” que presidiera y anticipara las obras monumentales En busca del tiempo perdido y Por el camino de Swann.

 

“Sobre la lectura” del joven Proust recrea los espacios de la vida cotidiana de un muchacho sensible de la clase media que, en la casa de su abuelo y de su tía, lucha por no despegar la nariz de los libros, pese a las impertinencias de la criada, los primos y los padres que lo molestan con cualquier pretexto, para sacarlo de su mundo de fantasía y reinsertarlo al orbe de lo real; sucede con él como decía Sor Juana, pues le hacen mucho mal, con muy buena voluntad.

 

De modo que Marcel Proust adecua la lectura a los intervalos del almuerzo, la comida y la cena, y en medio de estos resquicios luminosos, aprovecha el tiempo para recrear la atmósfera de su cuarto, los paseos por el parque, la vecindad de los jardines, los ríos, las piedras de las
catedrales y la voz viva de los campanarios y, sobre todo, su nariz recuerda el olor de las rosas, el aire cargado de la humedad de encierro en un hotel de provincia. Todo ello será motivo de su poética posterior.

En la segunda parte del ensayo, Proust intenta una polémica con su admirado maestro John Ruskin, pues supone que él, junto con Descartes, opinan que los libros son parte de una conversación con un hombre sabio. Para Proust, los libros y la lectura son nuestra compañía en horas de soledad, no un mero dictado de conocimientos y verdades, sino un conjunto de sugerencias que permiten a los lectores llegar a un significado, a través de una experiencia vicaria, como diríamos hoy. Y con estas finas intuiciones, Marcel Proust anticipa la teoría de la recepción.

 

FOTO: El escritor francés Marcel Proust/Crédito: Especial

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