Riley Stearns y el clan siniestro

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En El arte de defenderse, Casey, un oficinista acechado por el acoso de sus compañeros, se inscribe en un curso de karate para descubrir un mundo de competencias despiadadas

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POR JORGE AYALA BLANCO

En El arte de defenderse (The Art of Self-Defense, EU, 2018), antivirilista opus 2 de culto instantáneo del autor total texano de 33 años Riley Stearns (cortos ya genéricos terroríficos: Magnificat 11, Casque 12 y El cubo 13; primer largo: Faults 14), el solitario por acomplejadazo adolescente pasmado de 35 años Casey (Jesse Eisenberg el exrizado pionero geek Zuckerberg de La red social) se disculpa con su perrito por una momentánea falta de alimento, defiende a su jefe ante la conjura machoabusiva de otros bípedos oficinistas y, por la noche, tras utilizar fotocopias de revistas pornográficas para masturbarse, recibe una salvaje patiza gratuita por parte de unos motociclistas con casco de omnicamuflaje, pues solo parece existir para ser buleado por conocidos y ultrajado por desconocidos, pero al día siguiente, harto de su infame condición ínfima, va a adquirir una pistola muy manejable aunque de entrega diferida, cuya ineficacia le será de inmediato revelada cuando decida integrarse a las cercanas clases de karate que dicta un prepotente Sensei (Alessandro Nivola cual eterno supercriminal sádico desde Cara a cara), a la vista del cuadro de cierto Gran Maestro presunto causante de estragos con un solo dedo y al frente de un séquito de sumisos discípulos como la instructora de niños cinta blanca Anna (Imogen Poots), el arribista Henry (David Zellner), el hosco Thomas (Steve Terada) y el todoaceptante Kennith (Philip André Botello) que de acuerdo con un código de 11 reglas inflexibles hacen sobrehumanos méritos y todo género de abyecciones para ganarse un puesto en el grupo exclusivo para cintas negras que también preside el irrefutable y ferozmente vengativo Sensei rompehuesos intempestivo, el cual sin embargo mostrará una predilección especial por ese Casey que, pese a su nombre feminoide, va a renunciar hasta a su chamba y a modificar sus hábitos y preferencias para ascender meteóricamente en la conquista de cintas de colores-emblema, entrar al grupo exclusivo, asesinar a un presunto victimario suyo (solo para ser videograbado por el Sensei) y convertirse en contador privado de la empresa y en un pateador gratuito de motocicleta, antes de sufrir remordimientos de conciencia y rebelarse in extremis contra el Sensei, retándolo a un decisivo duelo desigual a solas como culminación de su experiencia límite dentro del clan siniestro.

 

El clan siniestro secreta sin dificultad entonces una amarga comedia negra cuya acción callejera y karateca/antikarateca trasciende muy pronto un primer nivel simplón de mero panfleto visceral y malvado contra el ideario y la práctica de las escuelas de artes marciales, para abarcar la ideología de los valores viriles en su conjunto y en su esquemático y avieso núcleo esencial, identificando con poder y destrucción como secularmente ha predominado y sigue predominando, pero ahora llevando esa virilidad ideologizada e in vitro a sus extremas consecuencias autocaricaturescas y absurdas megaKarate Kid/postHombre Araña: el cambio del aprendizaje del admirado idioma francés por el alemán, la compulsiva compra en el súper de productos amarillos como la cinta recién ganada, el trueque forzado de un mimado perrito salchicha vuelto sacrificable por un mastín inabordable, la toma por la fuerza de un lugar de privilegio entre los asquerosos godínez machistas, la agria aceptación autosobajadora por Anna de que “Ser mujer siempre te impedirá ser un varón”, y finalmente la conversión en la causa de su propia desgracia.

 

El clan siniestro se sitúa, así tan alegre cuan aviesamente como le sea permitido en cada episodio bien marcado, entre El club de la pelea (Fincher 99) y el Joker Club (Phillips 19), o sea entre la nefastez descarada y la ambigüedad seductora, entre la urgente oda abierta al novísimo fascismo cotidiano descompuesto y el crispado elogio al malestar psicótico generalizado que lidera una revuelta unipersonal sin doctrina ni proyecto, eso desde la perspectiva de una falta de compasión y de programa discursivo, pero desde una mera óptica expresiva habría que ubicar su naturaleza última entre el devastador carisma envenenado de The Master: todo hombre necesita un guía (Anderson 12) y el abuso formativo del instructor jazzista de Whiplash: música y obsesión (Chazelle 14), merced al doloroso e impávido proceso de monstrificación a partir de esa máxima sencillez pura que suministran el minimalistamente certero diseño de producción de Charlotte Royer, la precisa fotografía aislante e implacable de Michael Rage, la puntual música percutivo-tribal de Heather McIntosh y la edición escrupulosa de Sarah Beth Shapiro, para arremeter de manera tanto frontal como metafórica, como ya lo hacía el primerizo Faults (donde un instructor de técnicas de autocontrol era contratado para auxiliar a una chava atrapada en el mundo de las desalmadas religiones alternativas de moda), contra la ilusoria salvación por la violencia que sólo engendra más violencia, engaño o crueldad.

 

Y el clan siniestro arranca enigmáticamente en una cafetería (esos arrumacos inefables de una maldita parejita francesa) donde se le revela al héroe su ajenidad-extranjería camusiana respecto al mundo y sin piedad ni inflexión sostiene hasta el final esa misma frialdad impertérrita y una limpidez absoluta como características-signo de un estilo en apariencia neutro, tan contundente e imperturbable como esa simbología elemental de un atuendo negro-villano contra un traicionero atuendo blanco en la inevitable rebelión del discípulo contra el maestro y su enfrentamiento conclusivo falsamente ceremonioso pero crucial, pues para interpretar el sentido unívoco del relato solo parece caber el extravío, si bien con sabiduría impasible a lo Meister Eckhart y apego perfecto al ejercicio del karate, ahora sí como digno e infantil Arte de Defenderse, sin querer estar ni por encima ni por debajo de los demás, sean niños o mujeres, y sin preocuparse del amor ni del dominio de nadie.

 

FOTO: El arte de defenderse está protagonizado por Jesse Eisenberg y Alessandro Nivola. / Especial

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