Todos somos Anatevka

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La presentación que The National Yiddish Theatre Folksbiene hizo del musical El violinista en el tejado no deja de ser representativa en una época de polarización e intolerancia

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POR IVÁN MARTÍNEZ

En estos días en que los ataques al que piensa o vive diferente son cosa de todos los días, no dejo de pensar en dos acontecimientos musicales del año: la posibilidad que tuve hace unas semanas de ver la puesta de El violinista en el tejado (Jerry Bock y Joseph Stein) que produce The National Yiddish Theatre Folksbiene en la ciudad de Nueva York, y el centenario de uno de los compositores con quienes la historia ha sido más injusta: Mieczyslaw Weinberg (1919-1996).

 

Son tiempos aciagos, sobre todo porque pensábamos superadas ciertas fobias: al otro, al inmigrante, a quien piensa, ama o reza diferente. Y todos somos ese otro, todos lo hemos sido o todos lo seremos en algún momento. En la función de El violinista que me tocó, por ejemplo, fui el otro entre una mayoría de judíos ortodoxos que llenaron esa función, en Nuevo León soy el otro al que una nueva ley le permite a los médicos negarme su servicio. Podría haber nacido al sur del Suchiate y en este momento ser el otro arrinconado en algún campamento en Tapachula.

 

Siento que soy el otro en mi propio país cada mañana que desde Palacio Nacional se fustiga contra quien no adopta el pensamiento único del líder. Crecí católico en un país católico, pero no dejo de pensar que en otro universo, aún en 2019, podría haber sido atacado, cualquier semana reciente, en una mezquita de Bélgica o en una sinagoga de Estados Unidos. Y es la música la que me reconforta, pero también ha sido la del Violinista y la de Weinberg la que me lo recuerda.

 

El Violinista en el tejado es el musical judío (como si los más importantes musicales no hubiesen sido escritos por judíos) por antonomasia. Y yo nunca lo había considerado algo más que un conjunto simpático de anécdotas y melodías más bien folklóricas. Verlo ahora cantado en yiddish, el idioma que los habitantes ficticios del ficticio pueblo de Anatevka hubiesen hablado, y en una producción mínima de apenas unas sillas, una mesa y un telón de papel estraza, me hizo conmoverme y encontrarle su verdadera dimensión.

 

El Violinista no es el simple cuento del judío tradicionalista rejego a que sus hijas encuentren marido fuera de su limitada visión del mundo que nos habían contado. Es un cuento de odio al diferente, desde un lado y hacia el otro. De miedo a aceptar que otros amen, bailen, narren sus historias, de manera distinta a la que nos enseñaron. De aceptar al que viene de lejos, de aceptar que existen otras maneras de ver y pensar el mundo.

 

No es gratuito el éxito que ha tenido esta producción: comenzó con una temporada planeada para un par de semanas en un pequeño auditorio de Brooklyn, pronto se tuvo que mudar a un pequeño teatrito comunitario en Manhattan y hoy está en un teatro de la icónica calle 42 en el que ha tenido que extender temporada tres veces. Pero su éxito radica en un sentido más amplio: he leído y escuchado comentarios informales lo mismo en redes sociales que en pasillos hasta columnas enteras, lo mismo de miembros de la comunidad judía antes regejos al musical, hoy conmovidos por su contenido y su discurso, e incluso de quienes, reconfortados, retoman tradiciones familiares de las que por diversas razones se habían alejado, que de gente que como yo, ajenos a sus elementos propiamente culturales, nos entregamos por completo a la profundidad de sus mensajes y consciente o inconscientemente nos sentimos identificados. Y es que todos somos el pueblo de Anatevka. Todos somos migrantes.

 

En los últimos meses he tenido la oportunidad de hacer un programa de radio que me ha abierto la oreja como crítico: con la misión de entrevistar a compositores jóvenes, he conocido la variedad más amplia inimaginable de formas ya no sólo de escribir la música, sino de concebirla y de cómo los creadores se asumen como tales. Todos han sido tan diferentes y entre ellos no ha sido la mayoría precisamente condescendiente con la mirada de los otros. Todos hemos sido el otro.

 

Por el mismo camino navega la historia de Weinberg. Lo desconocía y lo descubrí gracias a que el violinista Linus Roth me habló de él cuando me presentó la primera de varias grabaciones que hizo para registrar la integral de su obra para violín. Mucho antes que este 2019 se pusiera “de moda” en la industria discográfica con motivo de su centenario.

 

De origen judío, la expansión de la Alemania nazi a su natal Varsovia predestinó una carrera a la sombra, que acaso tuvo un reconocimiento en Rusia, sólo gracias al apoyo de nombres como el de Shostakovich, con quien frecuentemente es injustamente comparado, o el de Rostropovich y Richter, quienes nunca dejaron de tocarlo. Por otras razones, no estuvo en Rusia tampoco exento de persecución. Desenpolvo algo de mi correspondencia con Roth:

 

“La vida de Weinberg estuvo llena de tragedia y por supuesto se escucha eso en su música. Casi todas sus obras terminan pianissimo, morendo, no son finales donde el público salte de su butaca para aplaudir, quizá por ello los artistas mismos prefieran a Shostakovich, que es mucho más eficaz para esos efectos; aun así, me he dado cuenta cada que lo toco, que llega de una forma mucho más especial, profunda. Es como un Shostakovich sin sonrisa.”

 

Y es que todos somos el pueblo de Anatevka. Weinberg también lo fue.

 

 

FOTO: El violinista en el tejado se estrenó en 1964. En la foto, los actores Steven Skybell y Jennifer Babiak en la versión de 2019 montada por The National Yiddish Theatre Folksbiene en Nueva York./ Matthew Murphy

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