Sean Baker y el salvajismo perdedor

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En Red Rocket, un exactor porno fracasado buscará retornar al éxito hollywoodense valiéndose de una promesa: lanzar al estrellato del cine para adultos a su joven novia

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Red Rocket (EU, 2021), incontrolable film 7 del veterano independiente neoyorquino en tono menorcísimo e iniciador visionario del cine profesional filmado con celular de 50 años Sean Baker (Starlet 12, Tangerine: chicas fabulosas 15, El proyecto Florida 18), con guion original suyo y de Chris Bergoch, el decadente tardocuarentón actor porno jubilado Mikey Davies mejor conocido en las redes bajo el fálico nombre de guerra de Mickey Sable (un Simon Rex magnéticamente anticarismático) regresa de Los Ángeles al cabo de casi dos décadas, encandilado tras una ventanilla de ómnibus, tumefacto por una madriza, caminando jodido por la carretera y con una falsa sonrisa omnidemandante, hasta su hipotético pueblaco industrial texano diseminado Gulf Coast, donde será rechazado incluso por el ínfimo poblador de su edad y es pésimamente recibido a humilladores regañadientes, sólo para que le ayude a pagar la renta, por su deshecha exmujer-exdrogadicta-exmodelo porno fallida Lexi (Bree Elrod) siempre escoltada por su horrenda madre TVadicta Lil (Brenda Deiss), pero nadie le da trabajo (“¿Y por qué regresó, señor Hollywood?”) y apenas logra subsistir conectándoles a los albañiles regionales la mariguana que le suministra la afrotraficante Leondria (Judy Hill) pese al reticente desprecio antimachista de su hermética hija-cómplice June (Brittney Rodriguez), por lo que el perdedor nato Mikey mejor se clava en las incursiones en antros a las que lo invita su acomplejadazo vecino motorizado Leonnie (Ethan Darbone) y se refugia en sus sueños de grandeza, conquistando, iniciando en fantasías eróticas y planeando con lanzar al estrellato porno a la linda adolescente menor de edad cajera de un expendio de donas precozmente sexualizada Fresita (Suzanna Son), aunque sea vapuleado por el galancito apoyado por sus padres golpeadores Nash (Parker Bigham), si bien, exacto cuando la chavita-objetote fascinante de candidez cumple los 18 años y acepta escapar del pueblo a su lado, el infeliz Mikey tendrá que esconderse cobardemente para no enfrentar cierta fatal carambola de carros muy mediática a la que ha orillado a su amigote Leonnie, así como el violento despojo de sus ahorros, por parte de su exmujer, unida a su exsuegra y a las proveedoras de droga, haciéndolo huir desnudo por la noche y a merced de su propio salvajismo perdedor.

 

El salvajismo perdedor no plantea la deslumbrante lucidez de su dura comedia oscura y podrida en un país abstracto ni en una época cualquiera, sino exacto en la ultrarretrógrada Texas trumpista, un estado-bastión del nuevo sur profundo roído por la fallida codicia roñosa, la xenofobia rampante y la envidiable corrupción generalizada, coincidiendo precisamente en el momento de la elección de su vocero-alter ego Trump a la presidencia, cuya omnipresente mentalidad racista-clasista y su recurso-regusto por las armas de fuego parecen planear sobre todos los actos (esas escopetas siempre apuntadas contra el héroe que finge entrar por las noches al pórtico de una opulenta mansión ajena sólo para despistar y presumir), consumando el prodigio de hacer sentir culpables de su frustración vital a todas las criaturas.

 

El salvajismo perdedor propone como algo común y corriente esa espeluznante galería de personajes vistos desde una neutralidad moral tan alevosa cuan laxa, encabezados por un corruptor de menores sin escrúpulos que se maneja temeroso y sobreautovalorado como un salvaje poscamusiano Extranjero al mundo sin saberlo y anterior a todo discurso ético, un Mikey actor porno en desgracia y en vías de recuperación ilusoria que representa al perfecto y famoso archipremiado suitcase pimp (tal cual lo llama insultante su aprovechada exmujer rechazante), que en el argot del cine porno designa al semental-actor con disposición excepcional y astucias especiales para explotar el talento nato de ciertas compañeras erogenitales, aunque aquí se haya estrellado contra la demasiado viciosa aun hipócritamente sexoactiva Lexi pero refrenda sus aspiraciones recónditas con esa Fresita que exulta al poder celebrar su primera cita romántica en un table de prácticas frenéticas, para ella al mismo nivel que la montaña rusa de una feria adonde se hace acompañar por su iniciador-rescatador-salvador querido.

 

El salvajismo perdedor pertenece así a una innominada vanguardia interna estadounidense de cine coloquial propositivamente en bruto y a ritmo vertiginoso, que no se mide en su pornografía meramente situacional y platicada o apenas subliminal (ese género fílmico fundado por La decadencia del imperio americano del canadiense Arcand 86), ni tampoco en su abundancia de hechos desalmados cuya descarnadura sólo existe para ser compartida y disfrutada a contracorriente del cine estandarizado para plataformas o salas de residual espectáculo masivo, secretando un cine muy estilizado que jamás se ostenta o podría ser clasificado como tal, sino que se asume como un vehemente homenaje explícito al cine comercial erótico italiano 70s más indigente (el de Umberto Lenzi y Fernando Di Leo), gracias a la divagante fotografía a veces muy constringente o agitada de Drew Daniels y, sobre todo, en virtud de una edición a rajatabla del propio realizador, que nunca permite secuencias demasiado largas porque prefiere una tibia laxitud de escenas cortísimas que parecen sumarias e incidentales: esa euforia del héroe cruzando charcos en bicicleta, ese furioso lanzamiento de una cafetera a su cabeza por detrás, ese cortón en un plano fijo triangular único a lo David Fincher, como si la emoción a surgir se fuera aplazando bajo un acelere a veces abismal o desesperadamente laxo, con una palpitación acezante y relajadamente maliciosa e incluso malvada a un tiempo.

 

Y el salvajismo perdedor concluye con una nota de esperanza redentora paradójicamente encarnada por el héroe menesteroso recibido en su mansión por una matinal Fresita en bikini rojo para consumar la ansiada fuga conjunta, pese a todo.

 

FOTO: La estética de Red Rocket busca retratar la decadencia de la sociedad estadounidense como réplica visual a la noción del “sueño americano”/ Especial

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