Si alguna vez el halcón devolviera el grito del cordero destrozado

Sep 9 • destacamos, Ficciones, principales • 975 Views • No hay comentarios en Si alguna vez el halcón devolviera el grito del cordero destrozado

 

Cuatro hombres atraviesan el invierno en un bosque cuya oscuridad los invade íntimamente

 

POR JOSIE BLISS
La noche del último domingo de diciembre, escondida en un estrecho camino entre dos ríos, la cabaña resplandecía iluminando el bosque como si la oscuridad fuera el borde de una hoguera viviente.

 

El cielo impregnaba la materia de todo lo que se proyectaba debajo. Una puerta blanda con los colores de la madera y del musgo, recubierta con nuevas lajas de troncos, duras como la piedra y clavadas en la superficie, resguardaba a un hombre que fumaba ensimismado, al mismo tiempo en el centro de la luz y de la sombra, junto al fuego.
Firme, su figura le daba la espalda a la entrada y delineaba la silueta de algo que no tenía forma.

 

Después el hombre dirigió sus pasos a la puerta y se quedó inmóvil, un momento, de pie frente a la madera.

 

Del otro lado las luciérnagas repetían el juego del hombre, como si la gruesa puerta fuera un espejo y los pequeños puntos, incandescentes, temblando en el aire, la imagen que él reflejaba.

 

En el ambiente había tres sonidos que formaban uno solo y empujaban el silencio hacia los llanos. El primer sonido era el de los dos ríos que se formaban y se consumían sin fin en un ciclo donde la vida y la muerte eran la misma cosa.

 

En ciertas noches, cuando el hombre salía a caminar, hundía una mano en el flujo del río y sacaba un poco de agua. Bajo el reflejo de la luz nocturna, veía cómo la luz y la sombra formaban un sólo punto adentro del líquido.

 

El segundo sonido era el lamento del fuego, a través de los maderos que crujían desde la cabaña.

 

El tercer sonido era un murmullo que venía más allá del lugar donde el silencio volvía a tomar su forma y se interrumpía, precisamente, por este latido subterráneo, sigiloso, como si el ruido intentara no ser percibido y terminara expandiéndose en medio de la nada en la que estaba.

 

Cuatro figuras, cada una sobre una mochila, compartían alrededor de un círculo de fuego la carne de una liebre. Junto a ellos estaba extendido el cuerpo de un quinto hombre, robusto y con miembros gruesos, casi desnudo. Una herida profunda en la frente, provocada por el golpe de un hacha o el movimiento constante de un cuchillo, y la línea ovalada de sangre seca que empezaba en el nacimiento del pelo le recorrían la barba y continuaban por el cuello y el tronco, sin que fuera visible la zona donde terminaba la mancha carmesí.

 

Uno tomó la mano del hombre y la sostuvo de la muñeca. Otro agarró como asidero el caucho de la bota aún marcada por los restos de un camino sinuoso: el golpe de tierra por acá, el rasguño del otro lado, un par de raíces y hierbas enterradas en los pliegues de la suela.

 

Los otros dos hicieron lo que les correspondía. En la línea del horizonte los cuatro representaban algo muy similar a la imagen de un trozo de papel absorbido por la tinta que llena el vacío con formas irregulares.

 

Un árbol delgado y seco, sin hojas, como un fragmento fugaz de la red de venas sobre la piel lívida.

 

Cuatro figuras de pie, a pocos metros de la madera muerta, falsamente visibles gracias a la luz del sofocante círculo de fuego, formaron un rectángulo.

 

La quinta figura, un cuerpo tensado en el aire, parecía representar también el momento final, el descenso de la víctima, el hijo, durante la crucifixión.

 

Un círculo de luz que se contraía y se dilataba.

 

Han caminado durante muchos años, solos, atravesando una oscuridad que absorbe toda la vida del bosque.

 

Lo negro, siempre en el centro. A su alrededor, manglares que enterraron las raíces en dos ríos paralelos, y presas agazapadas, ocultas de la luz, demasiado sutiles como para ser percibidas. El problema de los cuatro hombres no era sólo la oscuridad que borraba todo a su alrededor. Los inquietaba el silencio. Al principio, sus botas crujían en la hojarasca, pero después las hojas secas y las ramas fueron desapareciendo, absorbidas por lo negro.

 

El fuego de la cabaña, como la única forma de luz que tenían al alcance, aún no era visible y a esa distancia lo más probable era que la realidad regresara al espacio donde la hoguera se encontraba.

 

Después el bosque se volverá blanco. No ahora, mientras el viejo fuma, y el aire sigue siendo oscuro, denso porque no sólo el bosque será blanco, sino también el horizonte y el suelo que soporta las pisadas de los cuatro hombres. Desde el otro lado de los ríos cada uno sigue sujetando una pierna o el brazo del cuerpo con el cráneo abierto. Sus huellas no hacen ruido, aunque el viejo los ve allá lejos y ahora se acercan a él, que sigue fumando y no baja la mirada.

 

Pero no los reconoce. Lo hará cuando estén en la puerta de madera, después de encontrarse con la mancha de sangre seca y acariciar el rostro del hijo y su semblante sosegado. Sobre el viejo recae una venganza: debe continuar el rito funerario, tomar por la bota una de las piernas, llenarse de barro las manos, soportar el cadáver.
Con un gesto seco, contiene el dolor, carga el cuerpo. Los cuatro miran al norte —igual que el curso de los ríos— y bordean la cinta ondulante de plata. Son una diáspora que cruza lo oscuro, en silencio, hasta que sientan el quiebre de la hojarasca. Y de golpe, cuando el viejo pisa, la hoja de abedul se vuelve blanca. Y a cada tramo, todo se volverá blanco: las raíces y los troncos; la superficie del agua, la atmósfera y el cielo. Blanco que enceguece.

 

Ahora caminan hacia la montaña blanca, el final de la ceremonia, para descargar en la base el cuerpo como si fuera una bolsa de piedras, y sacan con los dedos puños de cal, una y otra vez, hasta formar el nicho. El viejo deposita al muchacho. Cree que se acercan. Pero levanta la mirada y se da cuenta que no lo ayudan. Se da cuenta que lo espían, en esta última vez que ve al hijo, sobre la tierra cóncava, antes de quedarse solo.

 

 

Si alguna vez el halcón devolviera el grito del cordero destrozado
Odysséas Elýtis

 

 

 

ILUSTRACIÓN: Iván Vargas /El Universal

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