“Somos esclavos de la lengua en que nacimos”: Mariana Travacio

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La escritora argentina conversa sobre su novela Como si existiese el perdón, donde el territorio geográfico es protagonista; además, recobra los elementos literarios de Rulfo, Borges y Piglia

 

POR JUAN CAMILO RINCÓN
En una tierra seca y mezquina Manoel se encuentra con la muerte y no deja de buscarla. Una venganza mueve y remueve todos los actos del protagonista, quien busca cobrarse los agravios de otros tiempos. Como si existiese el perdón, reconocida con los Premios del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en 2017 y los Premios Nacionales en Ciencia y Letras en 2018, llega a México con la editorial Las afueras.

 

La autora argentina Mariana Travacio nos entrega una novela con reminiscencias de Rulfo, aires de Borges y tonos de Piglia y García Márquez, narrando de manera magistral el recorrido de un grupo de hombres y su leal compañera entre regiones áridas y campos llenos de agua.

 

La historia transcurre en un desierto de caballos, pieles marchitas, cuchillos y ginebras que amargan la palabra. Travacio describe con destreza un territorio geográfico y afectivo que también es protagonista y trasfondo perfecto para contar sobre la necesidad de la redención.

 

Además de escritora, usted es psicóloga. ¿En qué momento de su vida nace esta novela?

 

Como si existiese el perdón nace en el nordeste de Brasil. Siempre voy a un pueblito que es mi lugar en el mundo, cerca de Recife, frente al mar. Estaba un verano allí y me avisan que venía una fiesta popular, de la patrona de un pueblo aledaño. Fui a la fiesta, me alejé de la plaza central y aparecí por una callecita. Me topo de frente con un grupo de hombres que producían un recogimiento increíble, todos en túnicas blancas, y me detengo porque me detienen sus cantos con unas voces de ensueño. A mi costado veo una puerta y era un templo pequeño como una habitación, con pisos en tierra. Estaban velando a alguien en un cajón rodeado de hombres descalzos. Quedo muy impactada entre las voces; espío y veo un velorio en esa extrañeza. De golpe alguien se tropieza conmigo porque era tan angosta la vereda… eso me despierta del letargo, sigo y me encuentro finalmente con mis amigos que me esperaban en la plaza. Esa noche cuando vuelvo escribo el primer capítulo de Como si existiese el perdón, tal cual como está ahora, porque nunca lo pude editar ni cambiar.

 

Usted comentaba algo sobre cómo apareció la voz de Manoel esa noche.

 

Su voz tiene una sintaxis muy peculiar. Yo creí que había empezado un cuento. Me voy a dormir y a la mañana siguiente digo: voy a continuar el cuento que comencé anoche. Pero yo leía esa voz, esa gramática y la sentía totalmente ajena, no le encontraba ningún sentido; no podía seguirle la cadencia ni la música. Muy frustrada, intenté muchas veces y no pude seguir. Me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo y releyendo el primer capítulo de lo que después fue esta novela. En algún momento me di cuenta de que lo que quería era continuar ese capítulo, corregirlo, modificarlo, que es lo que hago siempre después de que escribo algo a mano alzada. Pero un día acepté que eso era una unidad, que era un algo y que si quería continuarlo, lo que tenía que hacer era sumarle fragmentos.

 

La novela sabe a Borges, a Pedro Páramo, a Piglia, a García Márquez con Tiempo de morir, al sertón brasileño. ¿Cuáles fueron sus influencias?

 

Me hablas de dónde uno abreva, que son las influencias literarias. Lo que me parece que me pasa y nos pasa en general como escritores es que abrevamos en las lecturas que nos han interpelado, en aquellas donde nos hemos detenido, en esas gramáticas que nos han llamado. Hay un momento donde uno empieza a leer subrayando, fascinado, con los ojos perplejos sobre una gramática: ¿cómo una persona pudo escribir esto de esta manera? Cuando uno empieza con esos subrayados deja de leer un poco por entretenimiento… Viví la infancia en Brasil, estudié en un liceo francés y todos los libros que había a mano estaban en francés o en portugués, y eran traducciones. Leía a Dickens, a Poe, a Hemingway, a Julio Verne traducidos al portugués. En esa época no había Netflix ni nada de estos dispositivos, y en la tele sólo cuatro canales a blanco y negro. Mi Netflix de la infancia eran los libros de aventuras, de entretenimiento. Era una lectora de trama. Cuando en la adolescencia me encuentro con la lectura de autores que escriben en castellano, me encuentro por primera vez con mi lengua madre en forma literaria; ahí se me perplejizan los ojos, cuando empiezo a subrayar y digo: ¡ah, se puede escribir así! No lo podía creer.

 

¿Qué obras le produjeron esa perplejidad?

 

De los primeros libros que leí en castellano recuerdo todavía La casa verde de Vargas Llosa, Cien años de soledad de García Márquez. Los ojos no me alcanzaban. Tenía trece o catorce años y es taba fascinada. Me acuerdo hasta el día de hoy una oración de Cien años de soledad: “Era el olor del demonio”. ¿Dónde está el sujeto? Me admiraba de eso. Empecé a ser una lectora básicamente de forma y fue todo lo que me importó de ahí en más con la literatura. Nunca más volví a ser una lectora de tramas. A veces me pierdo; me anego tanto en la lectura del lenguaje que digo: ay, ¿de qué iba esto? Tengo que volver atrás para repasar. Me preguntabas por Borges, Rulfo, Piglia, García Márquez. De todos esos lugares donde nos hemos perplejizado como lectores, creo que uno termina robándose esas gramáticas. Uno termina abrevando tanto en ellas, uno se las repite y se fascina tanto que acaba componiendo, como decía Foucault, una especie de murmullo universal que uno tiene en la cabeza.

 

¿Cómo aportó ese acervo a la  creación de Manoel?

 

Cuando hay que seguir una voz como la de Manoel, que aparece un poco fortuitamente sobre el papel, creo que ahí, esa lectura en voz alta, esa pregunta por su música, encontrar la sintaxis peculiar de una voz, dice Borges, es haber descubierto un destino, porque la manera de hablar de un personaje te dice todo sobre él, lo que puede hacer y lo que no, lo que piensa y lo que no. De alguna forma, en ese primer capítulo y en esa gramática de él ya encontraba algo que me atraía quizá más: qué mirada sobre el mundo iba a tener ese personaje. Sentía que sus ojos eran ojos perplejos, en estreno, que están mirando el mundo por primera vez, como recién abiertos. Me interesaba mucho cómo iba a mirar Manoel el mundo desde esa voz. A veces me pasa que cuando siento que hay una voz, un personaje puesto de pie, voy un poquito atrás, siguiéndolo: a ver, ¿qué vas a hacer? Los dejo hacer y voy transcribiendo lo que van haciendo ellos desde su cosmovisión porque, después de todo, un lenguaje es una cosmovisión. Somos profundamente esclavos de la lengua en la que hemos nacido o de la que hemos adquirido para escribir, que hemos decidido tomar. Un escritor tiene que hacerse de su lengua muchas veces rompiéndola, porque sólo en esa ruptura sintáctica se produce una novedad literaria, que es lo que importa, en definitiva. Pero, al mismo tiempo, esa lengua te vuelve esclavo, te restringe, te permite ver algunas cosas y otras no, entonces te crea un universo porque desde esa lingüística vas a ver un mundo y vas a poder crearlo; es ese y no otro. No disponés de todo el diccionario para darle voz a un personaje. Por fuerza tienes que hacer un recorte semántico. No puedes irte del tono, del registro de esa voz. Creo que en términos de escritura es el trabajo mayor para mí en esta novela.

 

Entendiendo sus influencias, ese primer capítulo de la novela, la creación de Manoel, ¿desde qué lugar escribe usted?

 

Escribimos con todo lo que nos compone, fundamentalmente con las lecturas que hemos hecho y que nos han interpelado, pero también con toda la experiencia vital que tenemos, los recorridos que hemos hecho, las voces infantiles, las músicas y también, sobre todo, con los lugares de la vida que nos han detenido. Cuando me encuentro con una pluma que me deslumbra, yo quiero más, me agarra una voracidad; de ese autor o autora quiero leer todo lo que haya escrito. Entonces, cuando lees una obra siendo asistema te das cuenta de que ese autor, que esa autora, está todo el tiempo reverberando en torno a dos o tres asuntos que lo han interpelado, y que vuelven y vuelven sobre eso. Bolaño decía: “Nunca escriba los cuentos de uno en uno porque, si lo hace, corre el riesgo de escribir el mismo cuento hasta el día de su muerte”. Marguerite Duras también lo dice en su ensayo Escribir: “Hay lo indecible. Escribir, no puedo; escribir, no se puede; escribir, nadie puede. Y se escribe”. Y es como si ella dijera: y sin embargo, se escribe. Escribimos y reescribimos desde los lugares donde la vida nos ha detenido, que necesitamos decir aunque no se dejen, y vamos a seguir produciendo más y más textos, rondando sobre esas cosas que queremos decir.

 

Y usted, ¿qué quería decir?

 

Hay una pregunta que me rondó a lo largo de toda la escritura: ¿qué se hace o qué hacemos con los cuerpos de nuestros muertos? A veces creo que me inventé toda esta historia para ponerme a mirar qué hacían estos personajes con los cadáveres de sus muertos. Hay una insistencia de parte de ellos en no abandonarlos, no dejarlos, recogerlos y darles sepultura. Esto no es casual porque vivimos en territorios de América Latina donde hay desaparecidos, fosas comunes, mucho de eso. La otra pregunta tiene que ver con la orfandad: son personajes con una profunda orfandad que van a la buena de Dios haciendo lo que van pudiendo por el camino, con lo que les ha tocado. No fue algo consciente sino, más bien, tirar del hilo de la voz de Manoel. También son hombres profundamente a la intemperie y, de alguna forma, estos territorios también funcionan para que podamos mirar cómo opera, cómo hace el hombre en todas sus intemperies, incluso en las morales, emocionales y afectivas.

 

 

 

FOTO: La escritora nació en Rosario (1967), pero vivió gran parte de su infancia en São Paulo, Brasil. /Editorial Las afueras

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