Théo Court y la luminosidad atroz

Sep 18 • Sin categoría • 4719 Views • No hay comentarios en Théo Court y la luminosidad atroz

 

Pedro es un fotógrafo que llega a un poblado de la Patagonia donde su única función es fotografiar a la futura esposa del cacique, una mujer, casi niña, que lo obsesionará

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Blanco en blanco (Chile-España-Francia-Alemania, 2019), asombroso opus 2 del hispano-chileno en Cuba fílmicamente formado de 39 años Théo Court (cortos previos: El espino 04 y Sendero 08, una animación codirigida con Andrés Bustamante y Manuel Muñoz Rivas; primer largo: Ocaso 10), sobre un guion suyo y de Samuel M. Delgado, el pulcro y discreto fotógrafo cincuentón Pedro (Alfredo Delgado excepcional como siempre como nunca) llega en los albores del siglo XX a una remota hacienda en la Patagonia, ya cerca de la Tierra del Fuego, donde dominan la soledad, el silencio, el aislamiento, la invisible violencia sorda y un enquistado miedo a la tribu indígena de los antiguos habitantes originales del lugar que aún se atreven a rondar por la zona pese a su sistemática y sistémica erradicación, tanto como predominan allí la falta de información, el devoto cuidado de sirvientes como una impasible impenetrable Aurora (Lola Rubio) y la carencia de un efectivo contacto personal con cierto Señor Porter, el misterioso estanciero ausente que contrató los servicios profesionales del sigiloso visitante, cosa que se aviene muy bien con el carácter ensimismado del minucioso artista plástico y su necesidad de concentración para el ejercicio, desarrollo y logro puntual de su extraño cometido: tomarle estéticas fotos inolvidables e imposibles de repetir a la núbil futura desposada casi niña etérea e intocable Sara (Esther Vega Pérez Torres) del prácticamente abstracto señor feudal de horca y cuchillo que funge como patrón de esa inaccesible región desolada, pero la damisela encantadora provoca una intempestiva obsesión sensual en el desenfrenado artista plástico, quien comienza a capturarla con su lente avezada en distintos rincones bajo estudiadísimos volúmenes de luz diferentes, hasta llegar a retratarla al desnudo magnífico, algo que provoca, a la corta y a larga, la indignación y la venganza-castigo en contra del infeliz retratista suprimible, al tiempo que las huestes propias y gubernamentales convocadas por la guía brutal de un arrasante delegado propietario del Señor Porter (Lars Rudolph), emprenden y ejecutan una cruel e implacable matanza de indígenas hoy conocida en la historia de Chile como el exterminio del pueblo selk’nam, que también debe ser registrada, ahora testimonial y épicamente, por la mutable cámara ubicua del sumiso Pedro para la vanagloria nacional y la ignominiosa gloria del porvenir, siempre bajo una luminosidad atroz.

 

La luminosidad atroz se refiere titular y semióticamente a varios posibles blancos innumerables aunque tentativamente enumerables: el blanco de la nieve inamovible de la tundra, el blanco de esa geográfica antesala polar conosuriana de la Antártida, el blanco del objetivo de un aleatorio tiro al blanco del azar existencial, el blanco hegemónico bárbaro de un forzado predominio de la raza blanca sobre cualquier otra raza que debe sostenerse no importa a qué precio, y el blanco fundacional de los criminales orígenes de toda civilización latinoamericana, o sea, el blanco del horizonte múltiple que gobierna el espacio inabarcable exterior/interior y el tiempo suspendido, ambos pendiendo de un hilo fino aunque férreo que colinda con la Historia en sí y conduce a los más pavorosos actos de aniquilación colectiva de comunidades enteras de nativos de la localidad devastada por la hegemonía racial invasora, con base en hechos genocidas en efecto ocurridos.

 

La luminosidad atroz prolonga el discurso de la virilidad inocente/culpable extrema que ha ido conformándose en torno al fabuloso actor chileno Alfredo Delgado, a partir de sus cruciales intervenciones quasi aversivas con su gran paisano Pablo Larraín o así, al grado de poder determinar que la figura, el relieve sombrío y el significado del personaje del fotógrafo Pedro fanático de su arte y de sus pulsiones erotómanas sólo existen como síntesis y sombra de las cualidades del grotesco lumpen emulador de John Travolta en Tony Manero (08), el reprimido empleado de morgue embalsamador de Salvador Allende en Post Mortem (10), el atormentado-erizado cura pederasta en punitivo confinamiento de El club (15), el homomerodeador voyeur que todo lo ve Desde allá (Vigas 15), el cuestionado Presidente de la República traidor de Neruda (16) y hasta la degradación/reivindicación del homosexual de Tengo miedo torero (Sepúlveda Urzúa 20), ecos no palabras, ecos visuales y behavioristas de pasadas y futuras glorias histriónicas ya cinematográficamente legendarias.

 

La luminosidad atroz plantea no sólo el predominio sino el protagonismo de la luz, Blanco en blanco o las aventuras de la luz recóndita, la luz límite y feraz, la luz auroral y crepuscular a la vez, la luz estética y extática, una luz espectral en las antípodas de la diafanidad perversa de la sexoprovocadora Diente de perro (Lánthimos 09) pero igualmente fantasmagórica, la luz mortecina y maligna, la luz reflexiva y reflejante de la oprobiosa condición esencial del artista creador-concitador-concentrador de Iluminaciones, la luz sin ampulosidades ni grandilocuencias ideologizadas que convoca a la grandeza y hasta la inmensidad para extender y abarcar el deseo insondable, la lívida luz producto del espíritu explorador de inmensidades para el radiante irradiante lucimiento de un alter ego del formidable camarógrafo-productor español también realizador José Ayón (Slimane 13), la luz de un neowestern marcado por la hibridez genérica y la tiránica fascinación oprimente de los grandes espacios, la luz de la purificación y la oreja cortada, la luz que conduce y baña a un tratamiento colateral del genocidio a semejanza de la oblicuidad hostil de la obra maestra mexicana sobre las consecuencias introyectadas del narcotráfico La paloma y el lobo de Lenin Treviño (19), que se haga la luz y la luz fue feneciente y resurreccional.

 

Y la luminosidad atroz va a desembocar empero en la paradoja de un infernal desastre que aún permite abrigar esperanzas.

 

FOTO: Esther Vega Pérez Torres interpreta a la joven esposa de un latifundista de principios del siglo XX /Crédito: Especial

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