Del traductor traidor al traductor autor
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POR EDITH VERÓNICA LUNA
“Translators are the shadow heroes of literature,
the often forgotten instruments that make it possible
for different cultures to talk to one another,
who have enabled us to understand that we all,
from every part of the world, live in one world”
Paul Auster
La piedra Rosetta, que data del año 196 a. C. y que tenía escrito un decreto del faraón Ptolomeo V en tres idiomas (jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego) es considerada el comienzo de la historia de la traducción. Pasando por los griegos, los romanos, San Jerónimo (traductor de la Vulgata y patrono de los traductores) y la escuela de traductores de Toledo, el auge de las traducciones y el desarrollo de sus procesos se han modificado con el paso del tiempo. La aparición de las nuevas tecnologías y los conceptos modernos de ocio cultural han contribuido a la globalización y la creación de nuevas herramientas que han facilitado los procesos de traducción, dejando atrás los pesados diccionarios físicos y los interminables glosarios en hojas de Excel, pero al mismo tiempo han puesto en jaque la existencia y el reconocimiento de esta noble labor.
No es extraño escuchar, en boca de algún lego, que pronto las máquinas sustituirán a los traductores, que no somos indispensables y que la inteligencia artificial bien podría hacer nuestro trabajo. Aunque hoy es una realidad (a medias), hace veinte años, cuando egresé de la licenciatura en traducción, nadie se planteaba la posibilidad de ser sustituido por una herramienta que pudiera traducir, más o menos fidedignamente, un texto de cualquier género en menos de diez segundos. Hoy parece posible, pues alimentar la memoria de un traductor automático la enriquece y perfecciona, pero una máquina difícilmente será capaz de traducir una metáfora, identificar el sarcasmo, reconocer una cita o referencia de otro libro, o detectar un cambio de registro, entre otras cosas.
Quienes estudiábamos lo hacíamos absolutamente convencidos de que la traducción es puente, es unión, es hilo que teje con meticulosidad un manto que envuelve realidades distintas a la propia. La preparación en toda clase de tipología textual nos daba confianza y nos hizo abrazar la ilusión de creernos preparados por el hecho de haber estudiado durante cuatro años. Fue así como entregamos currículos en editoriales como Macmillan, Random House, Era y Santillana… las que jamás nos contrataron, por supuesto. El palmo de narices nos obligó, a mí y a unos cuantos colegas, a buscar trabajo en agencias de traducción, a conseguir clientes para laborar de manera independiente y a buscar empleos que nos ayudaran a sobrevivir para poder ejercer la traducción literaria, finalmente, como una actividad satelital. Esto se convierte en un lastre que retrasa el despegue de una carrera profesional y ralentiza la producción. No extraña entonces que un traductor con décadas de experiencia cuente sus trabajos publicados con una sola mano… y que le sobren dedos. Tal es la triste realidad de muchos traductores literarios.
A pesar de lo desalentador del panorama, mi experiencia como traductora ha sido edificante en verdad. Pocas profesiones tienen la versatilidad que ofrece la traducción. Los traductores tenemos la gran fortuna de poder combinar empleos formales, académicos o de medio tiempo con el ejercicio de la traducción literaria, esa que se guarda para los momentos de intimidad y reflexión, la que se sustenta en proyectos personales y en afectos literarios, en pasiones detonadas por ciertos autores y géneros.
La traducción de la literatura, sin embargo, pone en evidencia diversas problemáticas y malas prácticas que me han hecho reflexionar acerca de la tarea de los traductores en México, ya que este sigue siendo un gremio segregado y menospreciado que existe y subsiste a la sombra de los diversos actores de la industria editorial.
Uno de los grandes obstáculos que enfrentan los traductores literarios en México radica en que, en su mayoría, el mercado editorial no busca en los traductores profesionales a sus aliados. Sucede con demasiada frecuencia que son los mismos escritores (narradores, poetas, dramaturgos) quienes asumen las tareas del traductor bajo la premisa de que esa veta creativa del escritor es más que suficiente para llevar a cabo el trasvase de significados y significantes, aunque no sea así. En ocasiones, esta sensación que tienen los escritores de estar traduciendo a un “colega” poeta o narrador, les hace caer en la tentación de tomarse ciertas (o muchas) libertades creativas. Como lo explica Octavio Paz: “En teoría, solo los poetas deberían traducir poesía; en la realidad, pocas veces los poetas son buenos traductores. No lo son porque casi siempre usan el poema ajeno como un punto de partida para escribir su poema” (Obras Completas, tomo II, Excursiones/Incursiones, Dominio extranjero. 1991). El traductor, en cambio, se mantiene cercano al texto, pendiente de sus necesidades y consciente de que es un canal que transmite y comunica.
Las consecuencias son numerosas. La competencia desleal (involuntaria, quizá) es una de ellas, pues el desconocimiento del mercado laboral de la traducción los lleva a establecer tarifas que en nada se corresponden con las de un traductor y que, además, están directamente relacionadas con la popularidad y el renombre del traductor-escritor en cuestión. Pero no sólo eso, sino que además se genera un círculo cerrado que no favorece la profesionalización y que, en cambio, asiste a quienes parten del conocimiento medianamente aceptable de una lengua para ejercer como traductores por el simple hecho de gozar de cierto reconocimiento. Probablemente, hace dos o tres décadas esta práctica podría haber estado justificada, pues las universidades que contaban con la licenciatura eran escasas. No obstante, en la actualidad, cada año se gradúan en México entre 40 y 50 licenciados en traducción, sin contar los innumerables diplomados y maestrías que se ofrecen en cada vez más instituciones educativas de renombre para complementar la formación profesional, de modo que ya no hay pretexto.
Ahora bien, una vez que un traductor ha encontrado una obra o autor que le invita a dejarse las yemas de los dedos en el teclado, debe comenzar a pensar cómo pagará la renta los siguientes cuatro, cinco u ocho meses porque, en traducción, no existe el concepto de anticipo. Las becas y los apoyos de los programas del gobierno e instituciones académicas actúan como una especie de mecenas y son fundamentales para quienes dependen de ellos con el fin de poder trabajar a conciencia en un proyecto de su gusto, sin las acotadas fechas de entrega de las editoriales que obligan a sus equipos de traductores a trabajar a marchas forzadas y en condiciones deplorables. Otros traductores literarios, como el español Miguel Sáenz (traductor de Günter Grass), se apoyan en la traducción especializada para lograr una solidez económica que les permita dedicarse de lleno a la literatura. En su caso, Sáenz traduce documentos para organismos internacionales durante seis meses para poder dedicarse el resto del año a los libros. En otros, hay quienes nos dedicamos a la traducción de manuales y artículos periodísticos que nos den una base económica para disfrutar de la traducción literaria con toda tranquilidad.
Desafortunadamente, las dificultades no terminan aquí. Cuando por fin se ha concluido el proyecto e inician las negociaciones con las editoriales, hay que saber muy bien cuáles son los derechos de los traductores amparados por la ley, pues hasta ahora, en nuestro país, no hay un reconocimiento cabal de la figura del traductor como autor de una obra derivada. Ningún traductor pretende equipararse con el autor de una obra original, pero sí es importante reconocer, como dicta la Ley Federal del Derecho de Autor, en el Artículo 79, que este es creador de su propia versión y, como tal, tiene derechos irrenunciables sobre su obra como, por ejemplo, exigir que su nombre aparezca en los ejemplares, “exigir respeto a la obra, oponiéndose a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de ella, así como a toda acción o atentado a la misma que cause demérito de ella o perjuicio a la reputación de su autor”, entre otros. Todo ello ha de quedar asentado debidamente en el contrato que, de manera obligatoria, deberán firmar ambas partes para eliminar así toda opacidad y establecer por escrito la tarifa, los tiempos de entrega, el derecho a la revisión de correcciones y los años que tendrá permiso la editorial para explotar la obra, por ejemplo. Para muchos colegas, esto sonará utópico, pues siguen existiendo editoriales que solicitan traducciones por encargo y “acuerdan” que el traductor renunciará a sus derechos patrimoniales a cambio de un pago único por cuartilla, sin contar con el crédito pertinente en portadas y páginas legales. De contratos que contemplan regalías por la traducción, y que son una realidad en Europa, ni hablamos.
¿Cómo mejorar estas condiciones?
En primer lugar, es obligación del traductor mantenerse actualizado y continuar su formación de manera permanente. La única manera de terminar con la competencia desleal consiste en demostrar que la formación es un valor agregado que trabaja en beneficio de la industria editorial garantizando la calidad de los proyectos de traducción. Para ello también es necesario que exista un aparato crítico sólido y especializado que desplace a la nueva ola de booktubers que, por lo general, carecen de una formación literaria y pasan por alto el hecho de que las obras que leen son traducciones hechas por una figura de carne y hueso que también busca el reconocimiento de su trabajo. En España, por ejemplo, la asociación ACE traductores inició una campaña en redes sociales llamada @credítame que invita a todas las publicaciones a mencionar el nombre del traductor utilizando la etiqueta #citaaltraductor, una costumbre que bien podrían adoptar las plataformas y medios de comunicación en México. Por otro lado, es nuestro deber abogar en todo momento por los derechos de los traductores.
Una vez que haya una mayor apertura de los editores hacia la contratación de traductores profesionales que cuenten con fundamentos sólidos en el ámbito literario, éstos deberán normalizar la práctica de la solicitud de un contrato por escrito, donde se negociará el pago por concepto de anticipo, la tarifa por cuartilla de traducción, la petición expresa de ubicar el nombre del traductor en la portada (a pesar de las “dificultades” que plantea la maquetación y el diseño de la colección), los tiempos de entrega, así como la aprobación de correcciones de los editores y correctores, entre otros detalles.
A este respecto, me parece pertinente comentar dos cosas. La primera es subrayar la necesidad de que los plazos que se soliciten a los traductores sean reales, considerando que las traducciones requieren de un trabajo de investigación y cotejo profundos y a conciencia para evitar errores que podrían demeritar el resultado final. El editor debe comprender que es im-po-si-ble traducir 400 páginas en ocho semanas, cuando, como hemos dicho, a falta del hábito del anticipo, la mayoría de los traductores tienen otros compromisos que les proporcionan una base económica sólida. La segunda es que los correctores deben estar en contacto con los traductores y conocer el origen de determinadas decisiones que responden a necesidades particulares del texto en cuestión y que no son propiamente errores. Para ilustrar este punto, comentaré de forma breve un ejemplo específico de la novela Chef, de Jaspreet Singh, publicada en la colección Ultramar de la UNAM, traducida por una servidora: el personaje principal tiene un tumor cerebral (del que nos enteramos en la segunda página), por lo que, a lo largo de toda la novela hay rupturas, pausas y lagunas en la narración. En la versión del corrector, algunas pausas fueron eliminadas, los puntos y aparte se convirtieron en punto y seguido, y un par de errores de concordancia desaparecieron. Estos cambios alteraban la esencia del original, la idea de ruptura de la linealidad y temporalidad original del autor, los estragos que causaba aquel tumor en el cerebro, así que hubo necesidad de redactar un comentario justificando las decisiones para que se pudiera respetar el original entregado. ¿Qué habría sucedido sin la revisión del traductor?
Hay que recordar, además, que a pesar de que en México la cultura del asociacionismo aún está en ciernes, las asociaciones de traductores en México, como la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli) y el Colegio Mexicano de Licenciados en Traducción e Interpretación (CMLTI), conformarán en un futuro cercano un frente sólido que trabajará de la mano con las casas editoriales para generar una mayor visibilidad de la figura del traductor como autor y una amplia repercusión de su trabajo, aspirando en todo momento a fomentar un diálogo beneficioso tanto para la industria editorial como para los traductores profesionales. Esperemos que esta colaboración sea bien recibida por los editores y por todos aquellos que también forman parte de la cadena de producción del libro.
La labor del traductor es tan gratificante como compleja. Quien traduce tiene en sus manos la libertad inmensa que le provee su lengua materna pero, al mismo tiempo, la limitación de un texto origen que marca el ritmo, el tono, la cadencia. El traductor debe ser un escucha atento capaz de distinguir los momentos de un texto: cuándo hay gritos y cuándo susurros. En este sentido, los traductores debemos trabajar arduamente para que se entienda a la traducción como una modalidad de la transmutación de una obra literaria, una recreación que, al igual que la obra original, debe ser respetada.
Hace un par de años, en el marco del Encuentro Internacional de Traductores Literarios, la traductora Mónica Mansour afirmó en su conferencia magistral que “Traducir un texto literario no es lo mismo que leerlo y ni siquiera es lo mismo que estudiarlo; se trata de entender cada palabra, cada giro, cada metáfora, cada signo de puntuación. Crear el texto que el autor habría escrito si su lengua materna hubiera sido la nueva lengua a la que se vierte, pero con su propia cultura, contexto e intención”… y eso (afortunadamente) todavía no puede hacerlo una máquina.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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