Tren Maya, la estrategia de desplazar y reubicar
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Las implicaciones poblacionales del megaproyecto del Tren Maya no contemplan las necesidades económicas y culturales de las comunidades de la región. La autora hace una revisión de otros proyectos en México en los que el desarrollo turístico no siempre fue de la mano con una mayor distribución de ingresos y bienestar social
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POR GIOVANNA GASPARELLO
Antropóloga. Especializada en investigación etnográfica en Chiapas, Guerrero y Michoacán
“¡No es un tren y no es maya!”, repiten al unísono habitantes de la región interesada por el megaproyecto, enfatizando los aspectos de despojo territorial y cultural implícitos en él. Desde el otro polo, funcionarios del Fondo Nacional para el Turismo (FONATUR), entrevistados en 2019, confirman: “no es un proyecto de un tren, no se limita a la construcción de un objeto, sino que el Tren Maya es un medio de reordenamiento del territorio en toda la península de Yucatán”.
Más allá de ser un servicio de transporte férreo y corredor turístico, el proyecto contempla integrar las regiones que atraversará desde el impulso a la industria energética, la agroindustria y el desarrollo tecnológico, principalmente en función de la industria turística. A lo largo del circuito se prevé la construcción de 12 paraderos y 19 estaciones que “formarán parte de polos de desarrollo”, nuevos centros de población o ampliaciones de aquellos ya existentes. Este es el nudo más problemático del megaproyecto, por su impacto en las formas de vida y en los modos de producción y reproducción material y simbólica de la población local; por el correlato de despojo de tierra, conflictos, fragmentación social, especulación inmobiliaria, impulso a economías ilegales, presión sobre los bienes comunes naturales y contaminación ambiental, entre otros factores.
Según la Ley de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano, “el ordenamiento territorial es una política pública que tiene como objeto la ocupación y utilización racional del territorio como base espacial de las estrategias de desarrollo socioeconómico y la preservación ambiental” (Art. 3, párr. XXVI, cursivas mías). Según esto, en cuanto política pública, implica la intervención de instituciones estatales en los territorios; la racionalidad institucional es la que determina las maneras de utilizar el territorio mismo, de acuerdo a planes de desarrollo y preservación cuya elaboración es exógena al contexto social territorial.
Para el caso de la región Norte de Chiapas, donde se ubica la ciudad de Palenque, identificada como primer “polo de desarrollo”, documentos oficiales afirman que “esta región podrá integrarse a las redes nacionales para promover su cultura y producción local”. El argumento reitera la necesidad de “integrar” a territorios “no integrados” o marginales en la economía de consumo, y además sugiere la oportunidad de promover en tal mercado la producción local y la cultura, considerada a la par de cualquier otra mercancía.
México abunda en muestras claras de las problemáticas sociales y ambientales que implica la aglomeración poblacional en ciudades, situación que comparten muchas urbes que se desarrollaron en función del atractivo turístico como Acapulco o Puerto Vallarta, o fueron construidas ex novo como Centros Integralmente Planeados por el FONATUR, como Cancún o Los Cabos. Por la histórica carencia de planificación urbanística, los asentamientos urbanos se ensanchan con cinturones de marginación, precariedad y exclusión social.
Desafiando toda evidencia el FONATUR, dependencia encargada de implementar el Tren Maya, propone la urbanización como fulcro del ordenamiento territorial previsto por el proyecto. Rogelio Jiménez Pons, director del Fondo, considera a las ciudades como “modelo de la civilización para lograr y facilitar el acceso a muchos servicios, mucho bienestar”. El argumento de la urbanización como motor de la prosperidad es una narrativa compartida por el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos/Agencia ONU-Habitat, que desde 2019 coadyuva al gobierno mexicano en la realización del proyecto. Según lo asentado en el convenio entre FONATUR y la Agencia, la infraestructura de transporte y conectividad (trenes y auto-rutas) sería responsable del 40% del desarrollo en las regiones, mientras las inversiones para mejorar la calidad de vida ayudarían sólo en un 10% al desarrollo regional: esta sesgada visión es la que justifica la prioridad de proyectos como el Tren Maya en lugar de favorecer, primeramente, el acceso de la población a servicios básicos cuya dotación representa una responsabilidad institucional.
La Agencia tiene por función sustantiva “el desarrollo urbano planificado” y, según el responsable para México y Cuba, “desde hace cuarenta años hacemos diseño urbano participativo”, esto es, “visitamos a las comunidades y vemos qué quieren, cómo anhelan cambios, y metemos todo eso en el diseño que llevamos a FONATUR; nos sentamos con ellos y les damos forma”. Nace así la “Ciudad Hábitat”, modelo a implantar en territorio maya, que anhela a ser sustentable y menos desigual que los asentamientos urbanos precedentes. El enfoque y la supuesta práctica participativa no logran resolver el problema de fondo: la dinámica vertical del proyecto; la ausencia de un proceso democrático desde abajo y verdaderamente participativo en el diagnóstico de necesidades, propuestas y fortalezas existentes en la sociedad que habita el territorio, del cual probablemente pudieran emerger planes y proyectos que no contemplaran una vía férrea o nuevos núcleos urbanos.
FONATUR afirma que se propiciará “la urbanización como motor impulsor de desarrollo económico, social sostenido”. La lógica subyacente a la propuesta relaciona directamente la mejora en la calidad de vida con la urbanización y las nuevas actividades económicas que se impulsarían en los centros urbanos, relacionadas principalmente con la industria turística.
La narrativa que pregona la urbanización como motor de desarrollo y prosperidad implica la valoración negativa de otras formas de organización social del espacio, como el patrón de asentamiento disperso o abierto en pequeñas comunidades articuladas por un centro ceremonial o cívico-religioso que caracteriza a los pueblos mayas de las tierras bajas desde la época clásica de la civilización precolombina.
Este aprovechamiento territorial ha demostrado en el curso de los siglos una mayor sustentabilidad en ecosistemas frágiles como los del trópico húmedo. Actualmente en la selva maya encontramos una gran cantidad de asentamientos con un exiguo número de habitantes y baja densidad poblacional; esto es, las casas surgen separadas entre sí por terrenos y parcelas, y cada una es dotada de un amplio terreno de traspatio en el cual se realiza la cría de animales domésticos y el cultivo de la huerta familiar.
Las intervenciones gubernamentales que pregonan benéficos procesos de urbanización tienen una larga y cuestionable trayectoria. Mención especial merecen los Centros Integralmente Planeados (CIP) construidos por FONATUR a partir de los años setenta como ciudades turísticas, que implicaron despojo de tierras y cultura, desvío de fondos públicos y lavado de dinero de proveniencia ilícita.
El territorio selvático comprendido entre los estados de Chiapas, Tabasco, Campeche y Quintana Roo, y que se extiende en las regiones fronterizas de Guatemala y Belice, fue históricamente concebido por los gobiernos como terra nullis, espacio vacío en términos sociales y culturales, debido más a la fragmentación de la organización social de los pueblos que lo habitan que a la escasez de población. La selva maya fue escenario de acciones institucionales orientadas a vaciar y a la vez llenar el territorio. La socióloga Maristella Svampa refiere a “territorios socialmente vaciables” esto es, espacios funcionales a los intereses privados, mediante la eliminación de la población y de sus formas de vida previas. El vaciamiento es representativo de la explotación de los recursos o bienes comunes naturales que abundaban en la selva; ejemplos emblemáticos son la depredación de maderas preciosas y caucho, en los siglos XIX y XX, por empresas privadas y paraestatales; y la introducción de la ganadería intensiva en el siglo XX, favorecida por la previa deforestación de amplias zonas.
Por otro lado, el anhelo de llenar el supuesto vacío originario animó la política de colonización dirigida con el objetivo de aligerar las demandas de dotación de tierra que no podía cumplir una insuficiente reforma agraria. Entre 1950 y 1970, en el contexto de la iniciativa gubernamental conocida como Marcha al Trópico, se asentaron en las selvas maya casi un millón de campesinos provenientes de distintos estados. Pero las fincas ganaderas, de enorme extensión, conservaron las mejores tierras; ya a principio del siglo XXI, parte de los espacios explotados por la ganadería fueron sustituidos por cultivos agroindustriales y nuevamente extractivos como la palma africana, apoyados por lostras el impulso programas gubernamentales Reconversión Productiva y Trópico Húmedo (2007-2013).
Entre el vaciar y el llenar se sitúa la acción de desplazar y reubicar, una constante en las acciones institucionales hacia los pueblos indígenas. La reducción o “congregación”, estrategia de ingeniería social utilizada en la Colonia para la evangelización y sometimiento de los pueblos originarios, se repite con variantes en los Nuevos Centros de Población Ejidal establecidos en Chiapas y Campeche a raíz de la declaración de la Reserva de la Biosfera de Montes Azules (1976) y de Calakmul (1989). El conflicto territorial y social detonado por estos decretos fue de tal magnitud que se ha arrastrado por décadas.
Es necesario recordar que la citada Marcha al Trópico, que propició la colonización de las selvas en el sureste, fue una política institucional; muchos colonos que fundaron ejidos y rancherías selva adentro llegaron allí siguiendo directrices gubernamentales dirigidas a favorecer la población de espacios escasamente habitados, especialmente en las regiones fronterizas. Por otro lado, la principal responsabilidad en la deforestación no reside en los pequeños agricultores que conservan la milpa maya y la técnica milenaria del barbecho, como pregonan los apologetas del Tren Maya, sino en la agroindustria extractiva –ganadería y granjas avícolas y porcícolas, monocultivos de palma africana y soja.
El vaciamiento de espacios y su ocupación por actividades que responden a lógica de territorialización opuestas a las practicadas por los pobladores originarios se complementa, por lo dicho, con procesos de concentración poblacional y urbanización dirigida. Ésta se justificaría por el mejor acceso a los servicios y la consecuente reducción de condiciones de vida marginales, propiciadas por el patrón de asentamiento disperso.
El más reciente intento de urbanización en el Chiapas rural tiene apenas una década. Impulsado por el ejecutivo estatal de Juan Sabines Guerrero, abanderado por el PRD (2006-2012), el proyecto Ciudades Rurales Sustentable es un antecedente de necesaria referencia para una reflexión crítica sobre el ordenamiento territorial en el Tren Maya. El proyecto se basa en la ecuación dispersión=marginación, presente en medida diversa en todas las políticas de “ordenamiento territorial” y urbanización en la época moderna.
El balance general define sustancialmente el proyecto como un fiasco. En 2016, sólo 30 familias habitaban la “ciudad fantasma” de Santiago el Pinar; “el resto –el 80 por ciento de la población– abandonó las casitas de ‘triplay’ y volvió a sus comunidades”, pues “faltaba luz, agua y las viviendas que construyeron no son habitables para una familia […y] al terminar el gobierno de Sabines, desapareció la ensambladora donde hacían mobiliarios escolares, bicicletas y cocinas ecológicas, y también empezaron a parar todas las empresas; y así está todo hasta ahorita”, afirmó en entrevista el presidente municipal Andrés Rodríguez. Entre los muchos aspectos deplorables del proyecto, las declaraciones del presidente municipal enfocan algunos elementos clave para la valoración, a futuro, de políticas urbanizadoras de este talante.
El ejemplo de las Ciudades Rurales chiapanecas, aparentemente, se aleja del escenario de antecedentes trazados para el Tren Maya. En dicho proyecto, los “polos de desarrollo” están pensados con una clara vocación turística. En este aspecto, habrá que preguntarse cuál será el resultado: ¿urbes “de apoyo” al turismo como Palenque o destinos “integralmente planeados” como Cancún? En ambos casos el desarrollo urbano incluye áreas periféricas destinadas a la vida no laboral de los trabajadores empleados en la industria del ocio. ¿Quiénes serían el fulcro de la planeación urbanística de los nuevos centros urbanos a lo largo de la vía del Tren? ¿Los huéspedes o los anfitriones? A diferencia que las Ciudades Rurales en Chiapas, este tipo de urbanización dirigida incluye una brecha de clase y de raza difícil de superar en un proyecto falto de todo proceso de planeación participativa.
El reordenamiento social que implica el desarrollo de la industria turística impulsa la terciarización de las actividades económicas, esto es, el tránsito de las actividades primarias –agricultura y pesca– hacia el ofrecimiento de servicios (si hay capital) o mano de obra no calificada. Este modelo implica la transformación del entramado de “modos y medios de vida”; esto es, las formas de producción y reproducción, material y simbólica, moldeadas en una larga trayectoria histórica por las culturas y el contexto territorial en el cual se desarrollan.
La parábola de las Ciudades Rurales Sustentables es emblemática de lo que podría ocurrir si las actividades previstas como motor de la urbanización no tuvieran el éxito esperado. El fracaso de la reconversión productiva en las CRS podría tener un equivalente en los proyectos turísticos, considerada la inflexión del sector determinada por la pandemia del Covid-19 en el 2020. Asimismo, el megaproyecto Tren Maya no incluye el turismo comunitario ni las actividades productivas que la población indígena y campesina practica y ha fortalecido durante décadas, creando una brecha importante entre los “planes de desarrollo” institucionales y los proyectos de quienes habitan los territorios.
FOTO: Trabajadores del Tren Maya supervisan las vías en la ruta que correrá de Palenque, en Chiapas, a Escárcega, en Campeche./ Diego Simón/ EL UNIVERSAL
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