Un café en el precipicio
POR INGRID LEVY
Después de llorar durante días, se lavó la cara y se fue a caminar a un parque, necesitaba sumergirse en colores más alegres, descartando el gris que había estado saboreando su alma aquellos últimos días. Débora Treviño se sentía perdida en el sentido figurado y literal de la palabra; el mundo giraba ignorando su tragedia, desconociendo lo difícil que le resultaba respirar, caminaba a ciegas hacia la negra incertidumbre.
Recorría las calles hasta que sus recuerdos chocaron con un Café a la orilla de una calle adoquinada, la calle Amargura; las mesas y las sillas de un verde terroso, estaban sobre la banqueta; se sentó en una mesa a mirar las almas de la gente: alegres, enigmáticas, melancólicas, ocultas… Le acompañaba Soledad, tan íntima amiga, que conversaban. El café caliente y de aroma intenso recorría su sangre y enervaba sus ideas.
Voces agudas, voces graves, risas, carcajadas, cubiertos de metal chocando, aromas de piel perfumada, besos en el aire, como el polvo de las hojas que levanta octubre, sueños que sofocan palabras que se oyen, pero no se escuchan. Sólo el grito pálido de la utopía anhelante, esa que se posa en el recuerdo. El recuerdo de su voz, de una presencia cada vez más ausente, mientras tomaba conciencia de que todo se había terminado, la desesperanza absoluta de una memoria sin cuerpo ni aroma; una angustia hirviente guarecía sus entrañas de todo temple. La melancolía se empoderaba sobre sus fuerzas, como si algo extraño la jalara hacia abajo para sacarla del mundo y enterrarla en un silencio mediocre e inconsistente, que se quedara tambaleando para siempre entre el bullicio y el silencio, en un limbo pernicioso e insipiente.
Días enteros con dos mordidas de algo en el estómago, llamaban al sistema inmune a rescatar sus resquicios, las papilas gustativas sudaban el aroma de algún guiso de la mesa contigua, por lo cual, se decidió por unos bocadillos sin averiguar mucho de qué se trataban, avisándole al mesero que le trajera lo mismo que a los otros comensales. Cuando llegó su platillo, en el paladar se le enredaba el placer de degustar; el exceso de condimentos le provocaba una sed desquiciante, bebió agua mineral con bastante hielo, cuando la interrumpieron unos deseos infinitos de recuperar su energía, porque días antes la invadía la culpa, entonces había estado llorando hasta quebrarse, ayunando hasta que se le vieran los huesos y sintiendo un miedo despavorido a estar sola después de haber roto con aquella relación desmedidamente intensa, que se le había antojado infinita. La melancolía se estaba convirtiendo en asco, era repulsivo sentirse así: la boca seca, pastosa, los ojos vidriosos, cansados, apelotados. La angustia retenida en el pecho se iba bajando paulatinamente hasta casi disolverse en forma de recuerdo borroso, lejano. Poco a poco el sufrimiento se iba evaporando, mientras la indiferencia hacía su entrada triunfal, dando paso a la vida, a una nueva vida, transformando los ruidos exteriores, en palabras; los aromas tristes ahora se le antojaban suculentos, los perros inmundos, le parecían encantadores, sus pensamientos se acostumbraban al aburrimiento nostálgico, a la nostalgia aburrida. Entonces comenzó a respirar hondo, a sentir que despertaba de un tremendo letargo, sin importarle si el café estaba frío, si una paloma defecaba en un costado de la mesa. El cielo estaba nublado, mientras la gente la incluía otra vez en su escenario. Entonces la vigilé desde una distancia más objetiva; ella no se había percatado que, desde hacía varios minutos, yo la observaba con parsimonia y cautela, esperando el momento justo para sentármele en frente y que ahora sí me reconociera. Respiré muy hondo, no quería asustarla, entonces introduje lentamente la mano a mi bolso y coloqué frente a su rostro, un espejo. —Débora Treviño, te extrañé—, me respondió el reflejo.
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