Una ambición defraudada

Oct 8 • destacamos, principales, Reflexiones • 2390 Views • No hay comentarios en Una ambición defraudada

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

/

Al esbozar una historia de la crítica literaria en América Latina me topé con uno de los patriarcas, el argentino Juan María Gutiérrez (1809-1878) y me encuentro con una cita extraída de la Historia de la literatura argentina (1917–1922), sí, aquella de la que Borges se burlaba por encontrarla más extensa que la materia de su estudio, donde Ricardo Rojas retrata a ese primer crítico literario con la mancha habitual del fracasado: “Ha quedado de su desilusionada vejez la fama de conversaciones privadas, en las cuales su sonrisa volteriana destila ironías mordaces sobre su país y sus contemporáneos. Sus palabras aparecieron entonces algo más que un ejercicio de su agudo ingenio, porque procedían del fondo de una ambición defraudada. Si no sentía la voluptuosidad del poder, sabemos por sus íntimos que era sensible al aplauso.”

/

También me llegó desde alguna librería de viejo colgada en la red uno de los primeros libros de la hoy célebre crítica argentina, Beatriz Sarlo (1942) quien aun usaba también el apellido materno. La de Sarlo es una monografía académica útil y concisa sobre Gutiérrez que comienza con lo obvio: en todo el continente, en los años treinta del XIX, debía rescatarse, a pesar de los pesares, la literatura virreinal –hizo fama Gutiérrez por hispanófobo al grado de negarse a ser académico correspondiente de la Real Academia Española por no querer servir a ninguna autoridad extranjera– y reivindicar que, al menos en potencia, las nuevas naciones desprendidas del imperio español, tenían literaturas nacionales en el porvenir inmediato.

/

Tuvo la afortunada Argentina en Esteban Echeverría un romántico educado en Francia quien mereció, en 1834, las dos primeras reseñas literarias del país, consagradas a Los consuelos, poemas cuyo editor fue el propio Gutiérrez. Poco antes, en México, aparecieron también las primeras reseñas, algunas firmadas por desconocidos y una del cubano–mexicano José María Heredia sobre Fernando Calderón, el poeta–charro.

/

Las sociedades literarias, impulsadas por los gobiernos liberales a la sombra de Rivadavia, tenían por objeto, desde luego, más la educación que la literatura y la pedagogía en vez de la crítica, como fue el caso, en México, de la llamada Academia de Letrán. Antes, allá se publicó La abeja en 1822 como aquí la Miscelánea una década más tarde, con intenciones de ilustrar al público sobre la cultura universal. El problema en las nuevas repúblicas era cómo parir sin dolor al romanticismo, moderado, a la española, sin faltarle el respeto a un neoclasicismo, muy viejo y del todo indispuesto a morirse.

/

Como la Sunamita, al casarse con las nuevas repúblicas, el anciano neoclásico reverdecía ante la desesperación romántica. Imperaba en estas tierras la paradoja francesa, vigente hasta la Revolución de Julio en 1830: románticos conservadores y hasta legitimistas frente a neoclásicos liberales y ansiosos de revolución. Pese a que lo había propuesto Stendhal, “el orden natural” (es decir, románticos–liberales versus neoclásicos- conservadores), no se estableció sino hasta que el joven Victor Hugo, con Hernani, cambió de bando.

/

El régimen de Rivadavia, asegura Sarlo, era neoclásico y como tales eran honrados los vates de la Revolución de Mayo, unitarios casi todos. Exiliados en Montevideo, los neoclásicos daban lecciones al estilo de “Homero vive, viven Virgilio y los otros, pero Hugo, Ducange y su caterva pasaran tan pronto como pasaron los corruptores de la lengua española… Manténgase firme: los clásicos encierran siempre la luz, como el pedernal en su seno; la de los románticos es la del fósforo”.

/

En contraste, el romanticismo mexicano, gracias a la nostalgia de Bustamante por el imperio azteca, se identificó con mayor naturalidad con el incipiente nacionalismo, aunque hubo intentos –los de José Joaquín Pesado– por ponerle su toga a los antiguos mexicanos y declararlos neoclásicos. Gutiérrez –primer antólogo de la poesía latinoamericana– se esforzó por nacionalizar el pasado literario colonial y reivindicó El Arauco domado (1596) del chileno Pedro de Oña contra La araucana (1569) del matritense Alonso de Ercilla.

/

La única manera de ser un romántico radical, en México, lo mismo que en la Argentina y Chile era ser virulenta y hasta cómicamente antiespañol, rescatando a la joven España, la de Larra, de la quema, como cuando nuestro Nigromante invitó al liberal peninsular Castelar a desespañolizarse con nosotros. Y para colmo, en la generación de 1837 –equivalente a la nuestra de El año nuevo, más ñoña en política que la argentina– el radical Juan Bautista Alberdi, autor del Dogma socialista (1846), estaba mejor informado que algunos de sus amigos de lo que había sido el primer romanticismo, es decir, medievalista y reaccionario, incompatible con la Independencia y el liberalismo. Todavía en 1864, Gutiérrez reivindica con un gran estudio a Juan Cruz Varela como el gran neoclásico argentino al mismo tiempo que reconoce el romanticismo social de su amigo Echeverría y lo aplaude, cita la joven Sarlo, pues “cansados estábamos ya de la Arcadia y sus pastores: fatigados por el uso absurdo de una mitología a que los últimos romanos no daban crédito.”

/

El crítico literario siempre queda mal y Gutiérrez no fue la excepción. Condenó el Facundo, de Sarmiento –hoy día el gran libro latinoamericano del siglo XIX– por creerlo una caricatura que haría quedar mal a todos los argentinos, como recuerda Adriana Amante en la también voluminosa Historia crítica de la literatura argentina (2003). Cuando lo enteraron de su desatino, don Juan María Gutiérrez empeoró la cosa al decir que lo había criticado, al Facundo, sin leerlo. En eso quedó la “ambición defraudada” de quien dio su vida por darle cuerpo a su literatura nacional.

/

/

FOTO: “Juan María Gutiérrez condenó el Facundo, de Sarmiento por creerlo una caricatura que haría quedar mal a todos los argentinos”. En la imagen, retrato de Gutiérrez en un dibujo de Prilidiano Pueyrredón.

« »