Uno trae su alarido

Abr 28 • Conexiones, destacamos, principales • 3660 Views • No hay comentarios en Uno trae su alarido

POR RENATA IBERIA MUÑOZ (TORREÓN, COAHUILA, 1997)

  

No estaré mucho tiempo porque es tarde

y aún tengo que juntar ciertos recuerdos,

despedirme de aquellos que me olvidan

y volver, otra vez, donde mi muerte.

Antes tengo que hacer otras cositas:

desempolvar mi acta funeral y un traje oscuro

y hallar a esa mujer que me hizo polvo.

Me rajo de tentar tanto esta herida

y pongo a este señor por juramento:

a punto de llorar pido disculpas,

y parto a ver si encuentro otra caída.

 

Jorge Max Rojas, El turno del aullante

 

 

Toda voz sonaba blanda hace dos años. Como consecuencia, no tardó en crearse en mí un ansia obsesiva por encontrar a un poeta completamente amargo, que ya no diera rodeos en lo ridículo. En otras palabras, quería a un verdadero maldito. Buscaba al poseedor de un desconsuelo que pudiera ofrecerme, a su manera, un alivio a través de la palabra. Mi pesquisa culminó por cuestiones fortuitas. Conocí a través de mi padre (esto del palabraje humano puede resultar ser algo no tan malo) el nombre: Jorge Max Rojas. Con el ligero recelo que causan los autores nunca antes escuchados, indagué por cualquier escrito que me diera un esbozo de lo que escribía este hombre al que fui introducida con una especie de advertencia: era una bestia con las palabras.

 

El primer poema que leí fue “Algo cruje”. La búsqueda por la voz de quejido similar llegó a su fin. Algo crujió, sí, algo se desgarró, también, pero sobre todo, algo se sació. La exasperación casi colérica por encontrar un lenguaje hermano se frenó al leer el último verso de ese pequeño poema. No necesité más. Alguien me escribía a gritos que algo en alguna parte roe campanas, masca niebla, mastica huesos y se está muriendo a escombros. Y yo, igualmente, amaba creerlo así. No era posible necesitar más y nunca pude recuperarme de ese gran jalón. Me enteré después de que Jorge Max dijo alguna vez, y con mucha razón, que “una poesía que no da el chingadazo, pues no es poesía”, y a mí me lo dio de tal manera que desde esa primera lectura no me separé de la escasa obra del autor a la que he tenido acceso en La Laguna.

 

Descubrí que un poema de Jorge Max Rojas podía hacer trizas a mucho de lo que yo daba por bueno. Cada uno de sus versos poseía un nervio colosal, una entereza extraña. Jamás había visto ciertos términos obtener la electricidad que el poeta les imprimía, era insólito. Los poemas despedían fuerza sísmica. Sin muchos adornos, arrasaban, y si las páginas pudieran sentir lo escrito, temblarían. No queda en mí un lugar para las dudas: Jorge Max Rojas es el maestro de maldecir espinas por la boca.

 

Cabe mencionar que el caso de la poesía de Rojas es peculiar. Hay un marcado uso de mexicanismos, de expresiones populares, y las palabras que emplea son de uso común. La magia se revela con el giro que él les da. Por esto, leer a Max Rojas provoca querer escribir como Max Rojas, tarea noble, pero irrealizable. Son difíciles de emular versos como “Descalabrado del lenguaje —y luego, / con quién hablar si a nadie /le importa mi gritada, / y nadie, en fin, / se va a dejar caer por estos huecos / en que anda mi bramido balbuciendo”, y “me crujo / del tanto temblequear de que ese hueco / del mucho adolorar se me deshueque / y ya ni hueco en qué caer tengamos / ni mi agujero ni mi yo, / tan deshuecado invertebral volvido / que ni a madrazos mi almaraje quiera /ponerse a recoger su trocerío”.

 

Lo único que me pudo conectar al autor físicamente fue un engargolado rojo que mi padre me dio. Después de haberle expresado mi alegría por el descubrimiento, este objeto pasó a mis manos y se ha quedado tan próximo a mí como un compañero. El turno del aullante es el poemario más leal que poseo hasta la fecha. Recurro a él con frecuencia, en ocasiones con nerviosismo. Según la historia, otros fueron dueños de estas hojas, y me satisface pensar que en esa cadena de poseedores el último eslabón por ahora soy yo.

 

Horas de noches y días han sido marcadas por la tinta y las pulsaciones de Rojas. Queda un rastro humilde de esto en mi expresión escrita. No se puede velar tanto a alguien, sobre todo a un autor, y no llevarse algo, aunque sea pequeño, al terminar. Él queda fijo como una de mis influencias más considerables, y más que eso, permanece en mi memoria que su habla llegó a mí en la verdadera necesidad y que cumplió el mismo papel durante los años que le siguieron. Fue bálsamo y arrullo para, como dice él, momentos de llamar a no sé quién con qué silencio, a no sé quién con qué alarido, con qué ganas de llegar a alguna parte.

 

 

Es por esto que cayó y cae (el dolor sigue presente) como una tormenta para mí la noticia de su muerte, acontecido este viernes 24 de abril. Siento una tristeza grande y un arrepentimiento agudo. Entre otros usos, le doy principalmente a este texto el de la concordia. Necesito perdonarme de alguna forma la terrible decisión que tomé de mantener la barrera lector/admirador-autor. El miedo a hacer un espectáculo de mi timidez me condujo a optar por la admiración en silencio, de lejos. Los repetidos elogios que el poeta recibía por su calidez y apertura hacia los jóvenes no fueron suficientes. En el mundo de las letras generalmente se admira a los muertos o a los inalcanzables. Es raro admirar a un autor accesible, y Jorge Max Rojas lo era por voluntad, pero no supe cómo beneficiarme de ello.

 

Me queda creer en mi ilusión de que la muerte, en este caso, cumpla esa misteriosa función de catapulta que tiene a veces y que el trabajo de Jorge Max Rojas ocupe su merecido lugar solemne. Que esto de buscar su poesía por recovecos, con poca esperanza de éxito, y recibir un invariable “no, aquí no está”, acabe. Que se difunda la palabra del que lo amerita.

 

Ahora bien, cada quien trae su alarido, pero hay uno que coincide más con el propio. Señor Rojas, me gusta creer que el suyo y el mío no estaban tan lejos. Alguna vena en común debimos tener. Queda hueco el aire, es cierto, y para una muerte tan grande como la suya el duelo alcanza otra vez la estatura del viento. Adiós y confío en que no es tarde para agradecer, Jorge Máximo Rojas, máximo aullante. El eco de su alarido retumbará y volverá a nacer, aquí, para siempre.

 

*Fotografía: El poeta Max Rojas en una entrevista ocurrida en 2013/Ernesto Pérez M.

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