Vicente Herrasti: “Las muertes de Genji”

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La obra japonesa milenaria de Genji Monogatari, se conjetura, carece del capítulo que narra la muerte del protagonista. El autor mexicano, desde la ficción, recrea este pasaje que se volvió leyenda

 

POR EDGARDO BERMEJO MORA

1.

Cumplía Jorge Luis Borges 80 años cuando visitó por primera vez Japón en 1979. En una de las entrevistas que concedió en aquel viaje comentó: “Lo que me resulta sorprendente del Genji Monogatari es que su tan intrincado argumento haya sido escrito hace tanto tiempo. Ni siquiera la Iliada es tan compleja. Al leer el Genji me parece adentrarme en el mundo de la novela francesa del siglo XIX. Innumerables amores, adulterios e intrigas se suceden sin cesar. Se repiten según les plazca y no conocen el hartazgo. Realmente dejan atónito a cualquiera”.(1)

 

Las muertes de Genji de Vicente Herrasti (Alfaguara, 2023) me causó la misma perplejidad que a Borges la lectura de la obra fundacional de la literatura japonesa escrita hace mil años. La quinta novela de Herrasti es un estudio profundo, un homenaje, un cuestionamiento, una exégesis, e incluso una reinvención, del Genji Monogatari (La novela —o “la historia”— de Genji, como se le tradujo al español).

 

Murasaki Shikibu es la autora de esta obra —cumbre e insignia del periodo Heian en el medioevo japonés— que en sus mil 800 páginas y 54 capítulos narró el ascenso, el esplendor y la decadencia del príncipe Genji y de su época. Un personaje de ficción que participa en toda suerte de peripecias, aventuras e infortunios en compañía de los centenares de amigos, enemigos y amantes que desfilan alrededor de su corte, como también de dioses, espíritus y otras entidades mitológicas que intervienen y alteran la trama como si se tratase del Olimpo homérico.

 

Ocurre que en el salto del capítulo 42 al 43 de esta novela milenaria, Genji ya ha muerto sin que medie explicación alguna. Acompañamos al príncipe a lo largo de mil páginas y al darle la vuelta al nuevo capítulo Murasaki nos obliga a asumir su muerte sin que sepamos por qué ni cómo ocurrió. Lo demás es silencio, diría Hamlet. Esto constituye, nos dice Herrasti, uno de los grandes misterios de la literatura. A través de los siglos se ha llegado a creer que pudo haberse perdido el capítulo donde se narra la muerte del protagonista, o destruido por alguna oscura razón. Incluso se ha especulado sobre el título del fragmento presuntamente extraviado. Se cree que pudo llamarse “esfumado entre las nubes”, lo cual describe no menos la manera súbita en que Genji desaparece de las páginas de la novela, como el hecho mismo de que la narración de su muerte, literalmente, se “esfumó entre las nubes”.

 

Mil años después Herrasti se dio a la tarea de imaginar el hallazgo en un monasterio cerca de Kyoto del capítulo extraviado, y de proponer —desde la ficción— el aún más sorprendente descubrimiento de tres versiones diferentes del pasaje que narra la muerte del príncipe Genji, escritas —o no— por Kurasami, la Sor Juana japonesa cuyo genio rubrica un inusual y luminoso periodo en la historia de la literatura, dominado y protagonizado exclusivamente por escritoras mujeres, todas ellas —además— poetas.

 

En otra entrevista ofrecida en aquel viaje a Japón, Borges señaló: “Lo que más recuerdo del Genji Monogatari son las minuciosas descripciones de las situaciones y de lo que acontece en la mente de sus personajes. Son realmente bellas las descripciones de gestos y actitudes, lo cual demuestra la delicada sensibilidad de su autora, Murasaki Shikibu”.(2)

 

¿Qué es lo que yo mismo habré de recordar con los años de la novela de Herrasti? Tal vez recordaré que su lectura me reveló una suerte de mapa genómico que contenía todo el DNA de su narrativa: sus obsesiones, sus lecturas, sus principios estéticos, su voluntad erudita, su radical —intransigible— cosmopolitismo, y sobre todo su amor por la novela, la catedral de los géneros literarios. Herrasti es un autor al que le gusta “literaturizar la vida” (p. 246). No se la puede explicar de otra manera.

 

Diré que recuerdo a Las muertes de Genji como una gran conversación del autor consigo mismo, con su bagaje intelectual pero también con su obra previa: se asoman por ahí algunos guiños a sus novelas anteriores: uno de los personajes de la novela nace en Lentini, el pueblo de Sicilia del que es oriundo Gorgias, el personaje central de su tercera novela La muerte de un filósofo (Joaquín Mortiz, 2004). Diré también que es una novela que se basa en dos principios rectores: el de la imaginación y el de la especulación: “la imaginación que no especula, acaba por no imaginar”, apunta Herrasti. (p. 188).

 

Es una novela cuya trama se va demorando conforme se despliega. Tienen que pasar 188 páginas para que aparezcan los primeros atisbos de un giro fantástico en la narración. Cuando el autor nos hace creer a lo largo de casi 200 páginas que estamos ante una fabulación de un realismo enciclopédico y metaliterario, se presenta un giro sorpresivo que abreva sin rubores de lo mágico y de lo espectral. Todo comienza con una ráfaga inusual de viento que sorprende a un grupo de personas la tarde del 25 de julio de 1942, cerca de Kyoto. A partir de aquí la novela tomará un rumbo y un tono diferente. Los fantasmas, los dioses, los ritos, y la mitología serán desde ese momento el otro andamio que sostendrá al conjunto del edificio narrativo-especulativo.

 

Novela de novelas, la trama y sus desenlaces se demoran al arbitrio de un narrador que gusta de inquietar a sus lectores y dejarlos expectantes:

 

Estamos en la página 176. Son las nueve de la mañana y presenciamos la escena en la que un personaje toca a las puertas de la casa que se dispone a visitar. Doce horas más tarde —y 142 páginas después— dan las nueve de la noche y el personaje no ha terminado aún la visita en la que ha dialogado sin tregua con su anfitrión. Este es el ritmo ralentizado y el foco microscópico elegido por Herrasti para componer el pasaje toral de su libro.

 

Si en las últimas líneas del capítulo tercero (p. 135) el autor devela la sombra de una mínima subtrama que recuerda a las novelas de intrigas y complots a la manera de John Le Carré, tendrán que pasar otras 380 páginas hasta llegar a la 518 —de 527— para conocer el desenlace de ese pequeño guiño de intrigas internacionales que el autor dejó sembrado al comienzo del camino. El lector paciente habrá de encontrar la explicación y la plena justificación de tan extenuante espera.

 

Tiene la novela una estructura no menos original que desafiante. De una audaz extravagancia. Contiene el capítulo más largo que yo recuerde en años: 287 páginas. “Cerezas de Yamagata” es el centro y la medula espinal de toda la novela, precedido acaso de una obertura vertiginosa y prometedora, y de un desenlace largamente esperado en el que finalmente todo se resolverá sin atentar contra la lógica o traicionar al realismo en el que se ubicó la obra al dar comienzo. Como si se tratara de la notación del ajedrez —por la cual comprendemos el movimiento de cada una de las piezas sobre el tablero— al final de la partida todo terminará por acomodarse de manera razonable.

 

2.

Cuando hablamos de los vínculos entre la tradición literaria japonesa y la mexicana, Octavio Paz ocupa una posición prominente. En las primeras líneas del ensayo “Tres momentos de la literatura japonesa” escribió: “Es un lugar común decir que la primera impresión que produce cualquier contacto con la cultura de Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, ese sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto, como de darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado sobre sí mismo. (…) El japón vive de su propia sustancia”. (3)

 

Justamente la tarea a la que se entregó por varios años Vicente Herrasti al escribir esta novela es la de abrir para nosotros ese “universo cerrado sobre sí mismo”. Termina siendo —aunque no se lo proponga y a ratos incluso nos los dificulte— una obra de divulgación que nos permite comprender la hondura, el simbolismo, la complejidad, la importancia y los misterios alrededor de la que se considera la primera novela de la historia que es, nos dice el autor: “Un mapa del mundo dibujado cuando el mundo todavía no lo era, (un clásico) siempre dispuesto a encontrarse con otros exploradores para ensanchar su sentido”. (p.320)

 

Paz cita en el ensayo de marras el pasaje de la novela de Murasaki donde ella misma expone en voz de uno de sus personajes las ideas que postula sobre la novela: “Este arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al autor. Al contrario, su propia experiencia, (aquello) que le ha ocurrido, (…) despiertan en su ser una emoción tan profunda y poderosa que lo obliga a escribir (para no) hundirse en el olvido”. Tras citarla, Paz remata: “El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido. La lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir”. (4)

 

Precisamente un aspecto notable de la novela de Herrasti es que de manera recurrente expone en el transcurso de la obra sus ideas sobre el oficio de la novela y sobre el arte en general o, mejor dicho, sobre la belleza, que es, me parece, el principio y el fin de todas sus búsquedas literarias. Herrasti es, en todo sentido, un esteta, un hedonista ilustrado. Su obra entera es una exaltación y un manifiesto sobre la belleza del mundo: “Un artista que otea al mundo con la incredulidad de lo genuino” (p.371).

 

Cito algunos ejemplos de sus postulados alrededor de la belleza: “Ya sabemos cómo se las gasta la belleza cuando no se parece más que a sí misma” (p.158). “Porque, a fin de cuentas, sea lo que sea, salvaje o no, infinita o no, pura o impura, la belleza arrolla, la belleza impone, la belleza, acalla” (p. 371). “Lo bello universaliza lo particular, multiplica, moviliza. Pone al alcance de la mano lo que antes era ajeno (…) Una vez experimentada la belleza, la vida entera se convierte en la espera de su vuelta” (p.402) y entonces “el arte no es más que eso: la capacidad que la belleza tiene para montarse en los vivos y seguir de frente”. (p. 468). Desde los comentarios de catador acreditado alrededor del café o del whisky, hasta la trepidante narrativa de un concierto de jazz a la manera de Cortázar, junto con la música las artes aplicadas, la pintura, el grabado y las antigüedades trazan la cartografía de la belleza en la novela.

 

3.

Si tomamos como punto de partida “El circo. Coquelín”, la crónica de Manuel Gutiérrez Nájera publicada en 1883(5) —una narración obtusa y cargada de racismo en el que una familia japonesa es exhibida dentro de una jaula como un espectáculo circense— podemos decir que se cumplen 140 años en los que Japón, de un modo u otro, con mayor o menor fortuna, aparece en el itinerario de la literatura mexicana. Fundadores de esa tradición son, como sabemos, José Juan Tablada y Efrén Rebolledo, la continuó Manuel Maples Artes y a partir de la segunda mitad del siglo XX adquirió un nuevo peso y significado de la mano de Octavio Paz, cuyas aportaciones las retomó ya en este siglo Aurelio Asiain, como quien recibe la estafeta y renueva los puentes. Antes, hay casos más bien excepcionales. Como la temporada en la que el poeta Sergio Mondragón vivió en Japón en la década de los sesenta para abrazar el budismo zen, o como el interés que las obras de Akutagawa y Tanizaki despertaron en la narrativa de Juan García Ponce. Si le excavarnos encontraremos un poco más… pero no mucho.

 

En la narrativa contemporánea de México —me refiero a la escrita y publicada en las últimas dos décadas— únicamente Mario Bellatín ha procurado acercarse por varios flancos a la tradición literaria de Japón con la relevancia y el peso que tiene la novela de Herrasti, aunque por caminos y estrategias diferentes. Sus novelas cortas El jardín de la señora Murakami (Tusquets, 2000)) y El pasante de notario Murasaki Shikibu (Cuneta, 2010) dialogan desde un plano más bien experimental y lúdico con el Genji Monogatari y con su autora.

 

Ambas, las de Bellatín y la de Herrasti, son lecturas exegéticas de la novela de Murasaki. Utilizando el título que le dio Octavio Paz al grueso volumen que reúne sus traducciones de poesía, se trata en los dos casos de Versiones y diversiones de un mismo tema. Lo que en Bellatín despunta como experimento narrativo, un estilizado artefacto verbal de aproximaciones elusivas y elípticas a la tradición japonesa, en Herrasti adquiere otro temperamento autoral: más directo y documentado, de mayor hondura y menor floritura. Sobre todo, de vocación totalizante. Si las obras de Bellatín vinculadas a Japón son filigrana verbal, espejo y artificio, levedad y palimpsesto, la de Herrasti aspira —como él mismo se refiere al Genji Monogatari— a construir “un monumento a lo humano” (p.45) desde la plataforma propicia de una obra de carácter universal. “Ese tipo de obras totales, definitivas, (que) terminan conteniendo sociedad, religión, política, filosofía y hasta algunos rudimentos de la ciencia”. (p.232). Una novela concebida como “un telescopio que nos lleva lejos” (p.242).

 

4.

Regreso al principio, a Borges. Con las 5, 7 y 5 sílabas que establece el canon, el estricto Haiku número 17 que forma parte de su libro La cifra(6) propone:

 

La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido

 

Me atrevo a hacer una paráfrasis:

 

La vieja mano (de Herrasti)
sigue escribiendo novelas
para el recuerdo

 

Notas. 1. “La siesta del Aleph”, entrevista a Jorge Luis Borges por Mie Uchida, revista Yu, febrero de 1980. Traducida y reproducida en: Guillermo Casio, Borges en Japón, Argentina, EUDEBA, 1988.
2. “Errando por el bosque del laberinto”, entrevista a JLB por Akira Sugiyama, revista Umi, febrero de 1989. (Op.cit.).
3. Octavio Paz, Las peras del Olmo, México, UNAM, 1957.
4. Op.cit., p. 330.
5. Manuel Gutiérrez Nájera, Cuentos, crónicas y ensayos, México, UNAM, 1992.

6. Jorge Luis Borges, La cifra, Argentina, EMECE, 1981.

 

 

 

FOTO: Ilustración de Murasaki Shikibu componiendo Genji Monogatari (Historia de Genji) de Tosa Mitsuoki (1617-1691) . Crédito de imagen: Álbumes de Burke /Dominio público

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