Poe, o nadie es profeta en su tierra

Ago 19 • destacamos, Lecturas, Miradas • 813 Views • No hay comentarios en Poe, o nadie es profeta en su tierra

 

Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
La contrariada y célebre opinión de Harold Bloom sobre lo mal escritor que fue Edgar Allan Poe, inventado por los poetas franceses en un inaudito acto de fabulación, ya tiene su tiempo de ir y venir, sobre todo en los Estados Unidos, donde muchos —aún ahora— piden a gritos, con Bloom, una buena traducción francesa para soportar el mal inglés de quien no toleran ni como poeta ni como cuentista. Consideran a Poe sólo como un visionario que hizo lo justo y necesario para: 1) engañar a los ingenuos teóricos franceses de la literatura, y 2) merecer las tonterías psicoanalíticas que han interpretado su obra. Etc.

 

Me hice, interesado en el asunto, de Transatlantic Poe. Eliot, Williams and Huxley, Readers of the French Poe (Peter Lang, Berna, 2015), de Maria Filippakopoulou. Me abstengo de comentar esta tesis universitaria de bastante mala calidad, menjurje de teorías “transatlánticas” (ahora resulta que el diálogo entre Occidente y Occidente es una nueva asignatura académica) y “decoloniales”, donde la ingente tarea de traducción, crítica y exégesis que hiciese Charles Baudelaire de Poe, a mediados del siglo XIX, es presentada pomposamente y a la moda, como “The Baudelaire Proyect”. En cambio, le agradezco a su autora, el haberme invitado a leer y a releer a T.S. Eliot, William Carlos Williams y Aldous Huxley. No conocía yo “Edgar Poe et la France” (1947), de Eliot, publicado primero en francés pero cuya versión original aparece en la edición crítica de The Complete Prose of T.S. Eliot (2021), e hube de volver al capítulo sobre Poe en En la raíz de América. Iluminaciones sobre la historia de un continente (1925, traducido al español en 2003), de Williams, así como a “Vulgarity in Literature” (1930), donde Huxley pone, otra vez, como lazo de cochino al pobre Poe.

 

El poeta Williams postula un Poe nativo contra la infatuación francesa de presentarlo como un perturbado mental y como el poeta maldito ante el Altísimo. Su apología, debo decirlo, es bastante rara. Dice que Poe es lo más estadounidense que puede haber sido un estadounidense, pero (y ello, concedo, lo subraya Filippakopoulou) no se siente obligado Williams a decir por qué. Es decir, su Poe se sostiene de supuestos que su lector hubo de adivinar. Contrariamente a lo que dirá Bloom medio siglo después, para Williams, Poe fue absolutamente original, barrió con la mediocridad que rodeaba a una nación adolescente que no se conocía a sí misma y contra lo que dicen sus enemigos (que si era gótico o romántico), no le debía nada a nadie. Si no ha sido reconocido en su tierra es por lo que los mexicanos llamábamos “malinchismo”, es decir, por odio a lo propio, dado que Poe ERA UN GENUINO PRODUCTO AMERICANO (Williams amaba las mayúsculas) y así como los galófobos no se toman la molestia de explicar por qué los Baudelaire, los Mallarmé y los Valéry habrían cometido la maldad de inventar un Poe sólo para su satisfacción narcisista, Williams asegura que nadie puede comprenderlo fuera de los Estados Unidos, por ser un “genio del lugar”, una deidad portentosa aunque doméstica, sólo para ciudadanos. Excavando en En la raíz de América uno encuentra que el avaro Williams suponía —no sin cierta razón si consideramos la contribución decisiva de Poe a la ciencia— que su genio contradecía la vieja calumnia antiyanqui de que ellos, alucinados por su espíritu práctico, carecen de imaginación poética. Según Williams, Poe es, al mismo tiempo, el Homero y el Jeremy Bentham de los gringos.

 

“Según Williams, Poe es, al mismo tiempo, el Homero y el Jeremy Bentham de los gringos”

 

La ponderación —no podía esperarse otra cosa— hecha por Eliot de Poe no satisfacería a Bloom (quien no toleraba el mustio antisemismo eliotiano), ni satisface al nacionalismo estadounidense (donde forma filas Filippakopoulou, entiendo que una profesora escocesa), porque el vate de La tierra baldía, educado por los simbolistas franceses, no niega la cruz de su parroquia y explica qué vieron sus maestros en Poe. Coincide con Williams en que Poe fue un genio inmaduro (“Puberto”, lo llama) pero lo compara con Leonardo Da Vinci, y menciona su importancia como padre del relato detectivesco y de anticipación, antes de Conan Doyle y de Wells. Sólo Williams parece atisbar lo que Eliot ni Bloom no observaron: el lugar del autor de cuentos como “La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall” (1835) como fundador de la cultura popular de los Estados Unidos, cuyo subsuelo sintió bajo los pies y acabó por proyectar. Eliot no estaba para comprender ninguna cultura popular pero no era, como Bloom, un ignorante en literatura francesa (de las virtudes de su Canon occidental ya he hablado y mucho en otros lados) y cuyo conocimiento del público y sus mitologías solía terminar con el siglo XIX. Y la defensa de Poe, por Eliot, sigue siendo apreciable, aunque ortodoxa: vale el de Boston por la conciencia que tuvo de lo poético como algo que nunca puede ser del todo puro, pero debe aspirar a serlo: “¿Por qué no concebir como una obra de arte la ejecución de una obra de arte?”, al decir de Valéry.

 

Queda Huxley con su brillante y desagradable ensayo (a ratos inadmisible, muy atinado en varios párrafos) donde dice que Poe, como Dickens, fue tan vulgar como una mano con un anillo de brillantes en cada dedo. Valgan las redundancias: entiende el olvidado distopista de Un mundo feliz (1932) por vulgaridad, sin despeinarse, lo que el vulgo entendía entonces por ello, o sea, comportamiento propio de las clases bajas y ostentación sin decoro. Por ejemplo: la enfermedad en Dickens es demasiado saludable y la pobreza, muy pretensiosa. Una y otra, en opinión de Huxley, son vulgares.

 

Pero Poe, como la vida, está allí porque es vulgar, parece resignarse al pensarlo un Huxley quien, debe recordarse, sólo se refiere al Poe poeta. Si su fondo podía ser delicado, sus medios no lo fueron. Despacha Huxley a Baudelaire y a sus seguidores con el cansino argumento de que el inglés, al no ser su lengua materna, les permitía alabar una métrica que “felizmente ignoraban”, sobrestimando al autor de “El cuervo” (1845) y de “Ulalume” (1847), poesías que le parecían tan vulgares, por cierto, como las de Lord Byron.

 

Nunca la ha tenido fácil Poe con sus compatriotas ni con los pérfidos ingleses y siempre habrá un Poe francés contra el de los otros, ya sea el de quienes lo tienen por invento hexagonal, o el de aquellos que lo relacionan con una cultura popular, primero norteamericana y luego planetaria, que desde luego no fue la de los viejos franceses. Valéry llegó a decir que sólo Poe estaba “al extremo norte de lo humano”.

 

Y regreso a mi lectura de Los raros, de Rubén Darío, que dio origen a estas notas sobre Poe, quien fue elegido en 1905 por el nicaragüense, como el segundo en su repertorio de seres grotescos y arabescos. El Poe de Darío era desde luego el de Baudelaire, esa “equivocación de la naturaleza” cuya mención sulfuraba a Williams, el nacionalista. Pero por más diálogo “transatlántico” que se pretenda, Edgar Allan Poe, ha seguido siendo, en los Estados Unidos, uno de esos “divinos semilocos necesarios para el progreso humano” aunque “lamentables cristos del arte” que Darío dibujara estremecido, compungido y hasta escandalizado.

 

 

 

FOTO: Ilustración de Cuentos de Poe, antología que reúne los relatos y misterios de Edgar Allan Poe. Crédito de imagen: EFE

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