Zuckerman y la Royal: evidencia de cualidades

Jul 19 • destacamos, Miradas, Música, principales • 2723 Views • No hay comentarios en Zuckerman y la Royal: evidencia de cualidades

 

POR IVÁN MARTÍNEZ

 

Por el mundillo de la música clásica transitan famas, estereotipos y mitos que, desde nuestro país, son difíciles de comprobar dada la escasa presencia de esas leyendas, más allá de discografías igual de promocionadas pero poco fieles a la realidad inmarcesible de lo que sucede en una sala de conciertos.

 

Tras el largo ayuno de ensambles sinfónicos visitantes en la ciudad de México, los conciertos en el Palacio de Bellas Artes de la Royal Philharmonic Orchestra, los pasados 9 y 10 de julio, produjeron cierta simpatía y gozo a la vez de permitir la reafirmación de al menos dos de esas características propias de los huéspedes: la enorme presencia, sonora y escénica, de Pinchas Zuckermanm ese dotado instrumentista que acompañó al ensamble en su doble faceta de solista al violín y director. Y la supremacía de las secciones inglesas de cuerda, unificadas y disciplinadas en su máxima expresión incluso en ensambles conformados básicamente por músicos freelance.

 

Siendo quizá La Royal la más flexible entre estas, las llamadas orquestas de festival (se dirían en el argot local, “de hueso”), es natural que muchas otras características del sonido tradicional británico se desvanezcan ante las necesidades artísticas del director en turno, y que la unidad y presencia de las secciones de viento se debiliten, o florezcan, ante el predominio de una batuta con menos, o más, solidez.

 

El primero de dos programas, diferentes pero conformados alrededor de un mismo repertorio, advertiría cierta peculiaridad en la manera de Zuckerman para abordarlo, pero la exposición dispar deja duda de ello, de su firmeza como director… pero no así de la inquebrantable capacidad de quienes programan en nuestros escenarios para evitar la importación de propuestas artísticas firmes y sí la de grupos y solistas que no por más renombre ni, ciertamente, un estándar más alto del promedio nacional, dejan de ser espejitos de lujo.

 

Desde la obertura elegida para el primer concierto, la de Las criaturas de Prometeo, op. 43 de Ludwig van Beethoven, se sintieron las cualidades sonoras del ensamble seleccionado para esta gira: una sección de vientos bastante desigual, con un primer fagot muy presente, Jos Lammerse, de sonido muy cálido y redondo, flautas y clarinetes de sonido avejentado, una sección de cornos que, se escuchó decir en pasillos, hicieron honor al escenario anfitrión, un timbalista de presencia mínima y, como dije, un instrumento de cuerda —así, en singular— impecable. Su ejecución: moderada en tempo y fuerza pero disminuida en articulaciones.

 

A ella siguió la aparición del violín de Zuckerman, para lo que fue una lectura bastante peculiar del Concierto para violín, op. 61 del mismo Beethoven. En general, el violinista gozó de un acompañamiento orquestal suficientemente controlado y atento a sus matices y tempi: primer y tercer movimiento moderados, elocuentes, y su Larghetto, un tanto apresurado; y a su ejecución, llena de rubatos y glissandos que casi podrían enrojecer a cualquier jazzista. Vasto sonido y un arco envidiable desaprovechado en la desaliñada pronunciación de su mano izquierda.

 

Tras el intermedio, la gloria del programa: aunque también débil en articulaciones, y para algunos muy corrida en su movimiento lento, Zuckerman logró producir en su Séptima Sinfonía beethoveniana los mejores sonidos de todos los alientos, incluso de las parcas maderas, igualándolas sin demérito de sus sonidos solistas a la brillantez tan característicamente inglesa de sus metales. De tempi precisos, convenientes y controlados, y matices amplios de volumen e intensidad, enérgica sin desproporción, creando un razonable y lógico arco que cubrió toda la sinfonía.

 

Para el segundo programa, el violinista se hizo acompañar de la violonchelista Amanda Forsyth para la ejecución de un Doble Concierto op. 102, de Johannes Brahms, poco asentado, descontrolado y sin proporciones, ni siquiera en el acercamiento estilístico y sonoro de sus solistas; sin cohesión entre sus movimientos, al primer Allegro leído de manera vertical siguió un Andante inquietante por su urgencia y un Vivace colmado de inestabilidades.

 

El programa oficial concluyó con una Tercera Sinfonía, Eroica, de Beethoven, de resultado sombrío, áspero, que obvió entre los instrumentistas muchas de las dificultades de la batuta huésped. Aunque se escucharon correctos sus primer y cuarto movimientos, tocados con libertad y cierta fuerza, la Marcia Funebre se hizo con espacio sonoro tan reducido que impidió el canto de los solistas, sobre todo el del oboísta John Roberts, quien proveyó suficiente material para imaginar una deliciosa voz, mientras que el Scherzo resultó tan descontrolado sólo para evidenciar la lasitud de las flautas y clarinetes.

 

Bises en los dos conciertos, incisos de Mendelssohn y Mozart, sin pena ni gloria, ejecutados con cierto vigor pero no rigor, como evidencia de las capacidades del ensamble y resumen cabal de lo que fueron ambos programas.

 

*Fotografía: Concierto de la Royal Philharmonic Orchestra./ 60 CUADRATINES A COLOR, ARCHIVO EL UNIVERSAL.

 

 

 

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