Feras Fayyad y el apocalipsis femisubterráneo

Feb 8 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 3884 Views • No hay comentarios en Feras Fayyad y el apocalipsis femisubterráneo

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La cueva aborda la historia de un equipo de médicos, dirigido por la Dra. Amani, que en la guerra de Siria busca mejorar las condiciones los pobladores, pese a las adversidades bélicas

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POR JORGE AYALA BLANCO 

En La cueva (The Cave, Dinamarca-Alemania-Francia-RU-EU-Qatar, 2019), anonadante cuarto largometraje documental en zonas de conflicto bélico del temerario exeditor sirio de 36 años Feras Fayyad (Mi escape 15, sobre dos niños migrantes forzados, y Los últimos hombres en Alepo 17), con guion suyo y de Alisar Hasan, la atareada doctora siria apenas en la precoz treintena pero nunca descomponiendo su dulce y suave gesto bajo el velo islámico Amani Ballour, bien apoyada por el maduro doctor barbicanoso con cofia contrastantemente colorida Salim Namour y un puñado de trabajadores sanitarios que han votado por ella como precoz dirigente, resiste al frente de su hospital en el oeste urbano de Al-Ghouta, a los sistemáticos bombardeos coordinados de la fuerza aérea del régimen de Bashar al Assad y la rusa de Vladimir Putin que parecen empeñadas en devastar la ciudad, exterminar a la población civil inocente, y borrarlas de la faz de la tierra, y poco a poco irán consiguiéndolo en un tiempo estancado sobre las ruinas y los restos de habitaciones aún en llamas, mientras los heridos sangrantes o cercenados arriban perplejos en camillas lavadas a manguerazos, los familiares y progenitores aúllan al lado de cadáveres al fin localizados o de criaturas intervenidas por cirugías antisépticas a la carrera, la carencia de anestesia intenta suplirse con la música clásica o de un ballet en blanco/negro que emerge de los celulares en internet, el arroz de los grandes peroles colectivos le escasea a la enfermera redonda, las noticias y los rumores se mezclan en iguales dosis temerosas del recurso de las prohibidas armas químicas que en efecto habrán de usarse, pisos y alas completas del sanatorio se derrumban, la angustia medra por todas partes, las máquinas removedoras ayudan a sepultar protectoramente en escombros al hospital vuelto ahora subterráneo y dotado de pasillos semiluminados o en tinieblas vueltas laberinto de serpeantes túneles, la vida cotidiana semeja restablecerse en esas condiciones ínfimas, las semanas transcurren surcadas por el infame ruido de los aviones y el estruendo de los misiles al estallar, los espacios se atiborran de dolientes, rumbo a la inevitable consumación del apocalipsis femisubterráneo.

 

El apocalipsis femisubterráneo queda fijo sin pudor ni freno, siempre desde adentro de la tragedia, como una ráfaga de vivencias individuales, el producto interminable de un inverosímil contubernio de imágenes en subjetivo captadas por celulares invisibles y ubicuas cámaras shaky con sonido omnidireccional desde la inminente proximidad del purgatorio contiguo o desde el off del infierno acechante de todos tan temido, gracias a la fundamental participación in situ de cuatro suicidas camarógrafos locales en relevos (Salama Abdo, Mohammed Eyad, Mihammed Khamir Al Shami, Ammar Suleiman), dos artísticos montajistas posteriores daneses (Denniz Göl Bertelson, Per K. Kirkegaard) en una elaboración fílmica de varios meses a partir del registro de los hechos (desde febrero-abril 18) y la acezante música ambiental del inglés Matthew Herbert, siempre profunda y ejemplar en su género, acorde con las briznas de diálogo aprehendido (“¿Hay alguien con los bebés?”/ “Si nos bombardearon no lo sentimos”/ “Que Dios aniquile a los rusos”/ “El régimen y los rusos están destruyéndolo todo”), rebosante de acometidas de violas y cellos o barruntando tempestad (“Maldito seas Bashar”) con acosadores nubarrones orquestales serialmente hostiles.

 

El apocalipsis femisubterráneo mantiene la tensión en vilo, donde jamás aparece la guerra en sí, ni como tema en abstracto, sino la guerra vivida e impuesta como ámbito sin sentido, donde priva la vida cotidiana del hospital-búnker descubierto por un monumental travelling descendente, donde priva el retrato de la violencia vacía y su producto encarnado como una negación del sentido, donde campea la ausencia que se descubre como un desafío, donde reinan la extrañeza absoluta y un sentimiento de fundamental extravío sin pasaporte ni intelectual ni humanamente posible, donde nada es cándidamente reconocible ni lo será después de estallado, pese a su aparente naturaleza sencilla, donde se impone un furioso horror sagrado, donde el desamparo de los niños juega un rol central más allá de cualquier chantaje tipo Teletón (los niños gimientes o sentaditos sobre la plancha cual zombis desintegrándose interiormente por alguna inidentificable arma química, donde denomina unívocamente una diáspora estática hacia el centro de la locura bélica y hacia su resultado extremo e inmediato, donde la estética pasiva del espejo es sustituida por la estética activa del prisma: un prisma casi esquizofrénico, donde el arte reside no sólo en hacer patético sino también asfixiante este descenso a los signos de la destrucción paulatina y diabólicamente programada que semeja nunca acabar, donde se canaliza un réquiem con música de Mozart en una de las secuencias más dolorosas, junto con la de un plato de sopa transportado entre escombros, desesperada y desesperanzadamente.

El apocalipsis femisubterráneo roba desgarradoras reflexiones al diario íntimo de la Dra. Amani cual si fueran apuntes y recuentos de un filmador inmostrable aunque en omnipresente en la pantalla, porque todo en ella se ha vuelto subterráneo y profundo, su rebeldía antivirilista, su actitud cariñosa con los nenes y comprensiva con el fanático religioso que la increpa porque su sitio está en casa sirviendo a la familia, sus lágrimas retenidas, su deseo perdido de estudiar pediatría, su fiesta de cumpleaños en el subsuelo, su estado insomne perpetuo.

 

Y el apocalipsis femisubterráneo ha hecho la crónica de la desaparición de una ciudad, en vivo y en directo, día con día, a diferencia de la poética referencial añorante de El guardián de la memoria (Arteaga 19), hasta la evacuación final de este regreso a las cavernas, hasta que inclusive esa luz mortecina sea arrasada por las tinieblas.

 

FOTO: La cueva, de Feras Fayyad, está nominada en la categoría de Mejor documental en los Oscar 2020./ Especial

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