El Sol como cuerpo central

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Por cortesía de Siglo XXI Editores, presentamos un fragmento de Cosmos, la obra más ambiciosa a la que Alexander von Humboldt le dedicó buena parte de su vida y de sus recursos. En este capítulo el pensador alemán comparte sus observaciones sobre el comportamiento de los astros.

 

POR ALEXANDER VON HUMBOLDT
Lámpara del mundo (lucerna Mundi) que rige desde el centro, como Copérnico lo llama, el Sol, es, según Teón de Esmirna(1), el pulsante corazón del universo que da vida a todo; es la fuente primigenia de la luz y del calor de irradiación, el generador de muchos procesos electromagnéticos terrestres; de hecho, incluso, de la mayor parte de la actividad de la vida orgánica, especialmente de la vegetal, sobre nuestro planeta. El Sol, para caracterizar las manifestaciones de su fuerza de la manera más general posible, provoca cambios en la superficie de la Tierra: en parte debido a la atracción de las masas, como la subida y bajada de las mareas en el océano, si en toda esta acción se descuenta lo que corresponde a la atracción de la Luna; en parte por medio de las agitaciones (oscilaciones transversales) del éter, generadoras de luz y de calor, que actúan en la fructífera mezcla de las envolturas de aire y de agua de nuestro planeta (en el contacto de la atmósfera con el elemento líquido evaporado en mares, lagos y ríos). El Sol ejerce su efecto en las corrientes atmosféricas y oceánicas, que se generan por diferencias de calor, de las cuales estas últimas desde hace milenios (así sea de una manera muy débil) prosiguen en su labor de amontonar capas de guijarros o de arrastrarlas consigo despojándolas de su lugar, y transformando así la superficie de la Tierra después del aluvión; actúa en la generación y en el mantenimiento de la actividad electromagnética de la corteza terrestre y del contenido de oxígeno de la atmósfera; ora como generador de silenciosas y sutiles fuerzas de atracción química y como determinante, de múltiples maneras, en la endósmosis de las paredes de las células, en los tejidos de las fibras musculares y nerviosas, ora suscitando procesos lumínicos en la atmósfera (luces polares que flamean coloridamente, tormentas eléctricas, huracanes y columnas de agua).

 

Nuestros intentos por condensar los efectos solares, excluidos los que se refieren a la posición del eje y de la órbita de nuestro cuerpo sideral, en un solo cuadro tienen el propósito de, mediante la descripción del contexto, traer a consideración de manera muy convincente fenómenos que a primera vista parecen heterogéneos, del modo en que, en el libro del cosmos, se describe la naturaleza física como una totalidad dinámica y animada por fuerzas en su interior que a menudo se compensan entre sí. Pero las ondas de luz no actúan únicamente en el mundo de los cuerpos para descomponer y volver a unir, no sólo provocan que de la tierra salgan los delicados gérmenes de las plantas, y generan la sustancia verde (clorofila) en las hojas y colorean las aromáticas flores, no nada más repiten miles y miles de veces imágenes reflejadas del Sol en el ameno juego de la onda como en los pastizales agitados en la pradera; la luz del cielo, en los diversos grados de su intensidad y duración, tiene también un enigmático intercambio con el interior del ser humano, con su excitabilidad espiritual, con el estado turbio o sereno de su alma: “Caeli tristitiam discutit Sol et humani nubila animi serenat [El Sol disipa la oscuridad del cielo e incluso serena las tormentas del alma humana]” (Plinio el Viejo, Historia natural, II, 6).

 

En cada uno de los cuerpos siderales que han de ser descritos señalo previamente las indicaciones numéricas de lo que aquí, con excepción de la Tierra, se presentará en cuanto a sus condiciones físicas. La disposición de los resultados es aproximadamente la misma que la del excelente texto “Allgemeine Übersicht des Sonnensystems” [Panorama general del Sistema Solar] de Hansen,463 aunque con modificaciones numéricas y adendas, puesto que desde el año en que Hansen escribió han sido descubiertos 11 planetas y 3 satélites.

 

La distancia media del centro del Sol con respecto a la Tierra es, de acuerdo con la corrección posterior de Encke del paralaje del Sol (Abhandlungen der Akademie der Wissenschaften zu Berlin, 1835, p. 309), 20 862 000 millas geográficas, de las cuales 15 caben en un grado del ecuador de la Tierra, y de las cuales, según la investigación de Bessel de diez mediciones de grados (vid. Cosmos, vol. I, p. 125, nota 130), cada una equivale justo a 3807.23 toesas o 22 843 38/100 pies parisinos.

 

La luz requiere para llegar del Sol a la Tierra, o sea, para recorrer el radio de la órbita terrestre, según las observaciones de Struve con aberración, 8’ 17.78” (vid. supra p. 75 y nota 141), por lo que la verdadera posición del Sol está 20.445” adelante de la aparente.

 

El diámetro aparente del Sol en la distancia media de éste con respecto a la Tierra es de 32’ 1.8”, o sea, nada más 54.8” más grande que el disco de la Luna en la distancia media con respecto a nosotros. En el perihelio, cuando en invierno estamos más cerca del Sol, el diámetro aparente de éste aumenta hasta 32’ 34.8”; en el afelio, cuando en el verano estamos más lejos del Sol, el diámetro aparente del Sol se reduce a 31’ 30.1”.

 

El diámetro real del Sol es de 192 700 millas geográficas, o más de 112 veces mayor que el diámetro de la Tierra. La masa del Sol, de acuerdo con el cálculo de Encke, quien empleó la fórmula del péndulo de [Edward] Sabine, es de 359 551 veces la de la masa terrestre, o 355 499 veces la de la Tierra y la Luna juntas (cuarto tratado Über den Cometen von Pons, en Abhandlungen der Akademie der Wissenschaften zu Berlin, 1842, p. 5); por consiguiente, la densidad del Sol es de aproximadamente ¼ (con mayor precisión 0.252) de la densidad de la Tierra.

 

El Sol tiene alrededor de 600 veces más volumen y, según Galle, 738 veces más masa que la de todos los planetas juntos. Para formarse uno, en cierto modo, una imagen física de las dimensiones del cuerpo solar se debe recordar que, si imaginamos la esfera del Sol completamente hueca y a la Tierra en su centro, quedaría espacio todavía para la órbita de la Luna, incluso si el eje medio de la órbita de la Luna aumentara en más de 40 000 millas geográficas.

 

El Sol gira en 25 ½ días alrededor de su propio eje. El ecuador está desviado unos 7° ½ respecto de la elíptica. Según las observaciones por demás minuciosas de Laugier (Comptes rendus des séances de l’Académie des Sciences, t. XV, 1842, p. 941), el tiempo de rotación es de 25 34/100 días (o 25 d 8 h 9 m), y la inclinación del ecuador, de 7° 9’.

 

Las conjeturas a las que paulatinamente ha llegado la astronomía moderna acerca de las condiciones físicas de la superficie del Sol se basan en observaciones largas y escrupulosas delos cambios que se llevan a cabo en el disco de brillo propio. La sucesión y la correlación de estas modificaciones (el surgimiento de las manchas solares, las proporciones de las manchas nucleares, de un negro profundo, con respecto a los halos, o penumbras, de color gris oscuro, que las rodean) han llevado a la suposición de que el propio cuerpo solar es casi completamente oscuro, pero está rodeado, en una gran distancia, por una envoltura de luz; de que en la envoltura de luz, debido a corrientes de abajo hacia arriba, surgen aberturas con forma de embudo, y que el núcleo negro de las manchas es una parte del propio cuerpo solar oscuro, que se vuelve visible a través de dichas aberturas. Para que esta explicación, que aquí presentamos sólo provisionalmente y en grandes trazos generales, sea satisfactoria para cada uno de los fenómenos en particular que ocurren sobre la superficie del Sol, en el estado actual de la ciencia se dan por supuestas tres envolturas de la esfera solar oscura: en primer lugar, una interna, con forma de nubes, la envoltura de vapores; encima de ésta, la envoltura de luz (fotósfera); y otra vez encima (como parece haberlo demostrado el eclipse total de Sol del 8 de julio de 1842) una envoltura externa de nubes, oscura o solamente poco iluminada.

 

Del mismo modo que encontramos afortunadas conjeturas y juegos de la fantasía (la Antigüedad griega está llena de sueños así, que se cumplieron demasiado tarde), mucho antes de cualquier observación analítica propiamente dicha, que a veces contienen el germen de planteamientos correctos, así encontramos ya a mediados del siglo XV, en los escritos del cardenal Nicolás de Cusa, en el segundo libro De docta ignorantia [Sobre la docta ignorancia], expresada claramente la opinión de que el cuerpo solar en sí mismo sería solamente un núcleo similar a la Tierra, que estaría rodeado por un círculo de luz, y envuelto por un delicado recubrimiento; que en el centro (¿entre el núcleo oscuro y el recubrimiento de luz?) tendría una mezcla de nubes cargadas de agua y aire claro, igual que en nuestro entorno; que la capacidad de irradiar luz, lo que permite la vida de la vegetación en la Tierra, no corresponde al núcleo terrestre del cuerpo solar, sino al recubrimiento de luz que está relacionado con él. Este planteamiento, que hasta ahora ha merecido poca atención en la historia de la astronomía, sobre las condiciones físicas del cuerpo solar tiene mucha similitud con las opiniones que predominan en la actualidad.

 

Las propias manchas solares, como ya desarrollé antes en la Historia de la concepción del mundo físico(2), fueron vistas por primera vez y descritas en un texto impreso no por Galileo, Scheiner o Harriot, sino por Johann Fabricius, oriundo de Frisia Oriental. Tanto el descubridor como también Galileo, como demuestra su carta al príncipe Cesi (del 25 de mayo de 1612), sabían que las manchas pertenecen al propio cuerpo solar; no obstante, 10 y 20 años después afirmaban casi al mismo tiempo un canónigo de Sarlat, Jean Tarde, y un jesuita belga que las manchas solares eran los tránsitos de planetas pequeños. Uno los llamó Sidera Borbonia [planetas borbónicos], el otro Sidera Austriaca [planetas austriacos]. Scheiner utilizó primero en sus observaciones solares, como ya lo había propuesto 70 años antes Pedro Apiano (Bienewitz) en el Astronomicum Caesareum, y como desde mucho antes lo habían hecho pilotos belgas, lentes para filtrar(3) azules y verdes, cuya falta de uso contribuyó en buena medida a la pérdida de la vista de Galileo.

 

La observación más categórica acerca de la necesidad de suponer una esfera solar oscura envuelta por una cobertura de luz (fotósfera), basada en observación real, después del descubrimiento de las manchas solares, la encuentro con el gran Domenico Cassini alrededor del año 1671. En su opinión, el disco solar que vemos es “un océano de luz que circunda al núcleo sólido y oscuro del Sol; violentos movimientos (efervescencias) que tienen lugar en la cubierta de luz nos permiten ver de cuando en cuando las cumbres de las montañas de aquel cuerpo solar carente de luz. Éstas son los núcleos negros en el centro de las manchas solares”. Los halos color ceniza (penumbras) que rodean a los núcleos permanecieron sin explicación todavía en esa época.

 

Una sagaz observación, que desde entonces ha sido confirmada muchas veces, que realizó Alexander Wilson, el astrónomo de Glasgow, en una mancha solar grande, el 22 de noviembre de 1769, lo llevó a la explicación de los halos. Wilson descubrió que en la medida en que una mancha se desplaza hacia el borde del Sol, la penumbra vuelta hacia el lado opuesto del Sol, en comparación con el lado contrario, se va haciendo paulatinamente más y más angosta. El observador concluyó muy acertadamente, a partir de estas relaciones dimensionales, en el año de 1774, que el núcleo de la mancha (la parte del cuerpo solar sombrío que se vuelve visible a través de la excavación con forma de embudo) se encuentra a mayor profundidad que la penumbra, y que ésta es generada por la dependencia de las paredes laterales del embudo. Esta manera de explicar la cuestión no respondería, sin embargo, la pregunta de por qué los halos más claros se ubican cerca de los núcleos de las manchas.

 

En sus “Gedanken über die Natur der Sonne und die Entstehung ihrer Flecken” [Pensamientos acerca de la naturaleza del Sol y del surgimiento de sus manchas], sin haber conocido los tratados de Wilson publicados antes, nuestro astrónomo berlinés Bode desarrolló, con la claridad popular que le es característica, ideas muy similares. Además, tuvo el mérito de facilitar la explicación de la penumbra al suponer, casi como el cardenal Nicolás de Cusa en sus conjeturas, entre la fotósfera y el cuerpo solar oscuro una capa de vapores que forman nubes. Esta hipótesis de dos capas lleva a las siguientes conclusiones: si en casos menos frecuentes se forma nada más en la fotósfera una abertura, y no al mismo tiempo también en la turbia capa inferior de vapores escasamente iluminada por la fotósfera, entonces ésta refleja una luz muy mesurada hacia los habitantes de la Tierra y surge una penumbra, un simple halo carente de núcleo. Pero si la abertura, cuando se desarrollan procesos meteorológicos tempestuosos en la superficie del cuerpo solar, se extiende a través de ambas capas (la de luz y la de nubes) al mismo tiempo, surge entonces en la penumbra color ceniza una mancha nuclear, “la cual muestra mayor o menor negrura, según si la abertura en la superficie del cuerpo solar llega a tierra arenosa o rocosa, o si llega a un mar”(4). El halo que rodea al núcleo forma parte, de nueva cuenta, de la superficie exterior de la capa de vapores, y dado que, por la forma de embudo de toda la excavación, está menos abierta que la fotósfera, la trayectoria de los rayos de luz que salen hacia ambos lados en los bordes de las capas interrumpidas y llegan al ojo del observador explica entonces la diversidad, que Wilson fue el primero en encontrar, en las latitudes de la penumbra ubicadas enfrente, en la medida en que la mancha nuclear se aleja del centro del disco solar. Cuando el halo, como Laugier ha comentado en varias ocasiones, se extiende por encima de la propia mancha nuclear negra y ésta desaparece por completo, la causa de ello es que lo que cerró su abertura no fue la fotósfera, sino más bien la capa de vapor debajo de ésta.

 

Una mancha solar que se pudo percibir a simple vista en el año 1779 condujo afortunadamente a los geniales talentos de observación y combinatorios de William Herschel al asunto que ahora nos ocupa. Contamos con los resultados de su gran trabajo, en cuyos detalles maneja una determinada nomenclatura que él mismo estableció, en dos ediciones anuales de las Philosophical Transactions of the Royal Society, la de 1795 y la de 1801. Como era su costumbre, el gran hombre recorre aquí también su propio camino; solamente en una ocasión menciona a Alexander Wilson. En términos generales, el planteamiento es idéntico al de J. E. Bode, su construcción de la visibilidad y de las dimensiones del núcleo y de la penumbra (Philosophical Transactions of the Royal Society, 1801, pp. 270 y 318, tab. XVIII, fig. 2) se basa en la suposición de una abertura en dos de las capas, pero entre la capa de vapores y el cuerpo solar oscuro añade, además (p. 302), una atmósfera clara (clear and transparent) de aire, donde las nubes oscuras, o cuando mucho iluminadas débilmente por reflexión, están suspendidas a unas 70 o hasta 80 millas geográficas. En realidad, William Herschel parece inclinarse a considerar también la fotósfera tan sólo como una capa de nubes fosfóricas incoherentes, de superficie muy áspera (desigual). “Un fluido elástico de naturaleza desconocida” parece emanar, en su opinión, de la corteza o de la superficie del cuerpo solar oscuro, para luego generar, en las regiones con la mayor altitud, si su efecto es débil, únicamente pequeñas porosidades de luz, y si su efecto es violento, tempestuoso, grandes aberturas, y con ellas, manchas nucleares rodeadas por halos (shallows).

 

 

Notas: 1. “El Sol es el corazón del universo”, Teón de Esmirna el Platónico [Libro de astronomía], ed. H. Martin, 1849.
2. Vid. A. von Humboldt, Cosmos, vol. I, pp. 501-504 y notas 489-493.
3. F. Arago, “Sur les moyens d’observer les taches solaires”, en Annuaire du Bureau des Longitudes, 1842, pp. 476-479. (J.-B. Delambre, Histoire de l’astronomie du Moyen Âge, p. 394, así como Histoire de l’astronomie moderne, t. I, p. 681).
4. J. E. Bode, en Beschäftigungen der Berlinischen Gesellschaft Naturforschender Freunde, t. II, 1776, pp. 237- 241 y 249.

 

 

 

FOTO: Vista a la luz del día sobre Table Bay mostrando el gran cometa de 1843, obra del astrónomo Charles Piazzi Smyth. Crédito de imagen: National Maritime Museum

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