En defensa de ‘lo prolijo’

Oct 10 • destacamos, principales, Reflexiones • 2652 Views • No hay comentarios en En defensa de ‘lo prolijo’

POR GONZALO LIZARDO

 

Hace unos meses, mientras vagaba por la FIL del Zócalo, tuve la suerte de escuchar a tres jóvenes autores —Geney Beltrán Félix, Gabriel Bernal Granados y José Luis Martínez— que unieron sus plumas para celebrar los ochenta años de su maestro, el prodigioso narrador don José de la Colina. Aunque los tres leyeron textos muy concisos, cuando el festejado tomó la palabra lo hizo para quejarse porque sus comentarios le parecieron muy largos y, por tanto, muy aburridos. Un regaño que los tres encajaron con una sonrisa, estoicamente, en tanto expresaba una abierta simpatía por “lo breve”: por esa literatura concisa y “portátil” (como la llamó Vila-Matas) que no malgastaba el valioso tiempo del lector, ni su volátil atención.

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Tal vez porque ese día me sobraba tiempo para despilfarrar, el reclamo del homenajeado me pareció paradójico. Es cierto: su pericia en el arte de “lo breve” confirmaba el principio de Gracián, según el cual “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Pero, al disfrutar de las brevísimas obras maestras que él leyó ese día, yo hubiera preferido que el evento se prolongara. Y pensé que “lo breve” —como sinónimo de rapidez— sería un antídoto perfecto contra el aburrimiento, si no fuera porque podría generar una cultura basada en la pereza lectora: una cultura del vértigo, que viera al público lector como una masa de consumidores hiperactivos, volátiles, con permanente déficit de atención.

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Un vistazo a la vida real basta para comprobar que la hegemonía de “lo breve” no es tan verdadera ni tan justa. El persistente éxito de El señor de los anillos, la saga de Harry Potter o la trilogía Millenium, demuestra la existencia de un público que adora los libros voluminosos, las novelas de estructura enredada, las sagas con largas genealogías, digresiones, secuelas y precuelas: la novela de “lo prolijo”. Su público es muy amplio: desde el lector popular que consume desde hace siglos las novelas de folletín y las sagas detectivescas, hasta el lector culto que ha leído y releído las obras de Cervantes, Dostoievski, Bolaño, Murakami o Pynchon. Un público de todos los niveles culturales que no se asusta con el despilfarro de palabras, con el exceso de páginas o con las muchedumbres literarias, siempre y cuando lo mantengan emocionado durante el mayor tiempo posible.

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Para estos amantes de “lo prolijo”, el principio de Gracián funciona a la inversa —“lo bueno, si breve, es dos veces breve”— por una sencilla razón: “lo breve” produce una emoción igualmente efímera, que deja insatisfecho a ciertos lectores: aquellos que no ven la lectura como una pérdida de tiempo, ni como un sacrificio penoso que debiera reducirse al mínimo. Leer, para ellos, es más bien un lujo o una lujuria, derivado de concentrar su tiempo, su atención y su energía en una sola obra. Frente a una economía del ahorro, practican un despilfarro de tiempo que Bataille, sin dudar, calificaría de erótico. ¿Cuántos minicuentos de Monterroso o de Walser tendría que leer un amante de “lo prolijo” para disfrutar como se debe unas largas vacaciones? ¿No sería más provechoso, en todo caso, seguir con el Cuarteto de Alejandría, terminar La montaña mágica o animarse a leer La vida (instrucciones de uso)?

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Este razonamiento no es novedoso. Milan Kundera lo sugiere de algún modo cuando demuestra que nuestro culto moderno por la rapidez nos ha hecho olvidar los placeres de la lentitud: el goce de la “dulce ociosidad” que nos igualaría a esos bienaventurados que jamás se aburren, pues contemplan las ventanas de Dios. Sin duda, Michael Ende suscribiría una estética de “lo prolijo” si pensamos que Bastian —héroe de La historia interminable— se ponía a llorar cada vez que terminaba una gran historia, pues entonces tenía “que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecía vacía y sin sentido”.

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Como muestran esos ejemplos, la predilección por “lo breve” o “lo prolijo” depende de nuestra relación con el tiempo cotidiano: con las horas y las prisas de nuestra existencia. A los lectores agobiados de quehaceres, que viven con el reloj sobre sus talones, les sientan bien los textos cortos y concisos, mientras que otros pueden expropiar a su agenda las horas que necesitan para consagrarlas a sus novelones. No me extraña que los amantes de “lo prolijo” sean jóvenes en su mayoría, estudiantes o profesionistas que pueden consagrar noches enteras de su ocio a leer (o releer) las obras que se les antoje, al tiempo que ven (o vuelven a ver) las siete temporadas de Lost, las cinco de Breaking Bad o las cinco de Game of Thrones.

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Si recordamos las Seis propuestas para el nuevo milenio, Calvino nunca renunció a la “gravedad” para cultivar la “levedad” literaria, ni abominó de la “lentitud” para dedicarse a la “rapidez”. Se trata siempre de alcanzar el equilibrio, sin temor a la pluralidad de gustos. Edgar Allan Poe estableció, por ello, que el tamaño del poema dependía de la emoción poética que el autor deseaba inducir en su lector: hay obras para disfrutarse en una sola sentada, hay obras para gozarse, con dulce calma, durante meses. Si Robert Musil invirtió trece años en escribir El hombre sin atributos, fue porque soñaba con un lector dispuesto a pasarse la vida leyendo. Si Walser escribió minicuentos y Huerta poemínimos, fue porque deseaban cegarnos con un flashazo… y desaparecer antes de que recobráramos la vista.

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Esta imagen, por cierto, me hizo comprender la prisa que tenía don José de la Colina. Cuando regañó a sus alumnos no quería proclamar en serio la supremacía de “lo breve” sobre “lo prolijo”. Lo interminable, lo que le aburría, era el homenaje en sí mismo, pues le impedía “desaparecer”: regresar cuanto antes a su casa para abismarse —sin prisas ni lectores— en su prolija biblioteca.

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*FOTO: “’Lo breve’ produce una emoción igualmente efímera, que deja insatisfecho a ciertos lectores: aquellos que no ven la lectura como una pérdida de tiempo, ni como un sacrificio penoso que debiera reducirse al mínimo”. En la imagen, retrato de Fiódor Dostoievski en 1872, obra del pintor ruso Vasili Perov/Especial.

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