Hall y la impostura femirracial

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Clare es una mulata rubia que se finge blanca para mantener su matrimonio perfecto con un empresario racista, pero sentirá nostalgia de su origen afroamericano cuando se reencuentre con su amiga de la infancia, Irene

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Claroscuro (Passing, RU-EU, 2021), incantatorio debut en la dirección de la veterana actriz dinástica londinense de 39 años Rebecca Hall (hija del director shakespeariano Peter Hall de Triángulo prohibido 69), con guion suyo basado en el clásico redivivo homónimo de la novelista afroamericana Nella Larsen infilmable en su época (1929), la ecuánime joven dama afroamericana Irene (Tessa Thompson sensitiva) se encuentra en apariencia muy bien adaptada a su condición de esposa del sobreexplotado médico de su misma raza Brian (André Holland) en el innominado gueto del Harlem neoyorquino, madre de dos críos listos y dedicada al trabajo comunitario en una Liga de Protección a los Negros, aunque alberga deseos de emigrar al extranjero, pero la primera vez que juega a hacerse pasar por blanca para refrescarse del intenso calor veraniego en el restaurante de un gran hotel, recupera la devoción de su mulata rubia amiga de infancia Clare (Ruth Negga carismática subrepticia), quien, por una temporada en la megaurbe, se declara fingiendo ser radical y enteramente blanca, e incluso, sosteniendo al límite su engaño identitario, se ha casado y concebido una hijita con el empresario declarada y gozosamente racista odianegros John (Alexander Skarsgard) que insulta sin querer a la heroína por no detectar que es negra, y si bien la reacia Irene intenta mantener a distancia a su excondiscípula, esta siente la nostalgia de su comunidad originaria y va imponiendo su presencia poco a poco en el mundo de Irene, arrasando con su belleza en las fiestas, manifestándose sin pudor plena de autoconmiseración, haciéndose detestar por el lúcido amigo escritor Hugh (Bill Camp), y engendrando los celos larvados de la amiga invadida al competir por la atención afectuosa del mismísimo médico austero y confesarle que haría cualquier cosa con tal de seguir con su mentira, mas sin embargo todo el teatrito de fingimientos y complicidades involuntarias se derrumba cuando Irene, al lado de una colega innegablemente oscura (Antoinette Crowe-Legacy), se topa un día con John a media calle y, turbada, viéndose descubierta en lo que realmente son ella y sus amigas, se niega a saludarlo y desiste en advertirle de la nueva situación a la inconsciente Clare, quien después, durante un festejo en casa de Irene, será sorprendida por el rabioso John reinando felizaza al centro de su recuperada comunidad racial y en medio de tensiones llevadas al máximo, para terminar desplomándose de pronto con violencia fatal desde un piso superior, cual trágica consecuencia de su impostura femirracial.

 

 

La impostura femirracial se maneja ante todo al interior de una dramaturgia de los intersticios literarios, dentro del rango de esplendentes sutilezas y sugerencias, en el nivel de lo no-dicho, en la profundidad a contraluz y en los claroscuros de largas escenas solitarias y reflexivas, en el titubeo ensimismado y socavador del odio y del autoodio, en la incubación de ideas contradictorias, al compás de leves travellings laterales ante el pórtico de la misma fisonomía de Harlem y al ritmo percutivo de un músico Devonté Hynes que parece estar pulsando siempre la misma nota pedal y pese al estallido episódico de las trompetas y saxos del jazz sobre un fondo inhibidamente sexual.

 

La impostura femirracial se mueve visual y artísticamente entre lo luminoso y lo numinoso, al trabajar sus envolventes aunque críticamente distanciadas imágenes en un elaboradísimo blanco/negro, dentro de cierto fantasmal y subjetivo espectro óptico muy semejante al del grabado testimonial (fotografía de Eduard Grau), a semejanza de aquel fascinante filme reivindicador sencillísimo de las comunidades judías en el Nueva York decimonónico Hester Street de Joan Micklin Silver (75), si bien por su tema el relato se aproxima en todo momento al aventadísimo film de tesis Lo que la carne hereda/Pinky de Elia Kazan (49) en donde la joven Jeanne Crain se hacía pasar por blanca llena de temor y dignidad, y por su espíritu está replicando una reserva intimista en la púdica exploración de los afectos divergentes olvidada desde Ivory (El fin del juego 91, Lo que queda del día 93), con Irene escondiéndose sublime debajo de su coqueto sombrero blanco.

 

 

La impostura femirracial plantea empero, con su ambiguo y abierto final en elipsis y montaje acelerado, un problema teórico cinematográfico de primer orden, que va más allá de un simple ¿por qué se desplomó Clare desde un piso alto?, y que está por encima de la suma de finales sucesivos que nunca acaban de acabar en La multitud (Vidor 28), pues cada una de las diversas respuestas posibles a la interrogante anterior parece definir un género fílmico distinto, si la empujó su amiga Irene sería un thriller psicológico enfurruñado y devastador, si la arrojó el marido racista sería un panfleto antirracista feroz, si se suicidó la infeliz sería una fábula edificante al revés, si la alcanzó a lanzar el doctor Brian sería un melodrama pasional, y si sólo se trata de un accidente, tal como lo dictamina la policía tras una breve investigación in situ, sería un cuadro de costumbres de época con aspiraciones de preneorrealista drama sustancial/insustancial callejero más, pero ¿qué es lo que determina la naturaleza de un género?, ¿podría fijarla un simple final inexplicado?, ¿el apoyo de una estructura fuerte y firme puede darse el lujo de cambiar, resultando móvil y maleable casi a discreción?

 

Y la impostura femirracial concluye con el deshecho viudo sentado a la vera del cuerpo cubierto sobre la banqueta, el marido médico dándole consuelo a su esposa perturbada, y una bella imagen en todoabarcador plano cenital que retrocede y retrocede con un fundido de virtualidades visuales en abismo hasta una luminosidad extrema, englobando intacto el misterio de las almas de todas las criaturas en juego y el enigma de la índole de la película misma cuya indefinición sería el fin último de la moderna ficción autoconsciente.

 

 

FOTO: Ruth Negga y Thessa Thompson protagonizan Claroscuro/ Especial

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