Los mares: el matadero

Sep 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 1327 Views • No hay comentarios en Los mares: el matadero

 

Novela recién publicada por Alfaguara, Mar es la tierra recorre viscerales escenas una vez que se ha desencadenado la brutalidad. Con autorización de la editorial, reproducimos un fragmento

 

POR HÉCTOR CELIS
El que tenga cola de zacate que no se acerque a la lumbre, dijo un achichincle con la jeta llena de costras. El Cochino es pálido, pero tiene los cachetes manchados. Anda con mandil y babero, ¿por qué babero, si se trata de un pinche matarife?: babero, porque entre corte y corte le gusta comerse pedazos crudos. No le gusta manchar sus camisetas, aunque estén igual de raídas y apestosas que las nuestras. El Cochino es así, le gusta aparentar que su camisa queda limpia después de la destazada diaria. Se lleva en medias negras cachitos que les canjea a las muchachas del gallinero. Les lleva un pedazo de pierna, de lengua, de pata y con eso paga su acueste. Lo que más le gusta al Cochino es contar de sus revuelques al tiempo que separa fibras con el cuchillo. Óiganme, compitas, adivinen a quién me chingué ayer, a la Gatita negra, dicen que es de mal agüero, pero yo no nací supersticioso, amanecí enterito, mírenme y todo por un puño de sesos. Pinche cínico. Ni siquiera es capaz de callarse sus cuentos mientras fileteamos. Neta, no le importa que lo muerto estuvo vivo, habla como si solo existiera su hambre, salivando, masticando con el hocico abierto el muslo de alguna gente: disfrutando.

 

La carne de gente flaca es común y muchas veces te contagia de cosas. Basta campear tantito y se encuentra fácil. Es lo que más se come en los desiertos y la marea. Es por eso que el Cochino nos amenazó con la frase esa del que tenga la cola de zacate que no se acerque a la lumbre, porque justo se robó a escondidas una pieza de niño gordo y sano, para irse de nuevo a acostar con la Gata negra. Esa frase tiene su historia aquí en el matadero. Es lo primerito que te dice el jefe cuando entras a trabajar. Te lo suelta como para que te atengas a las consecuencias de lo que implica estar aquí, para que sepas que si rajas de sus transas, te va a filetear. El otro día nos tocó carnear al Burro, un vato que casi no hablaba. Ya estaba viejillo. Andaba con la quijada suelta, como si tuviera una piedra amarrada a la lengua. Siempre respiraba por la boca. Llevaba años chambeando en el matadero. Era el único que trabajaba aquí cuando nomás se mataban animales. Él nos enseñó a varios el oficio. La función de los cuchillos, los garfios, las sierras, los cortes finos. La sutil diferencia entre lo que se come, lo que se arrastran los gusanos y lo que se vuelan las moscas. El Burro era el trabajador más fiel del matadero. No mostraba reflejos al incidir en la yugular y ver el chisguete negro de una res. Destazaba igual a la anciana que al puerco. Parecía tener su conciencia intacta, pero de un cielo azul el cabrón enloqueció. Se puso a gritar como si lo estuvieran desollando. El suyo no era un berrido humano, era como llanto de un marrano que agoniza. Tenía los ojos abiertos, igualitos al toro cuando se le atraviesa la mollera con una espada. Se subió a las mesas de cortar. Empezó a bailar y a golpearse el pecho. Se untó la cara y el torso con sangre fresca. Nos maldecía con su cara de Burro y su rostro daba terror y ganas de rendirse a él. El jefe sacó su trabuco y le metió ocho, me cae, ocho escopetazos en el cuerpo. Al séptimo, el Burro todavía seguía convulsionándose, como cuando aplastas una cucaracha varias veces y no sabes cómo, pero ella sigue moviendo sus antenas, insistiendo en vivir: así seguía aferrado el Burro a su vida.

 

Yo sé que el Cochino dijo eso de la cola de zacate para que no lo echemos de cabeza con el jefe, dando a entender que el que raje se las va a ver con él, pero la verdad es que todos traficamos con la carne a escondidas. Nos la metemos en las bolsas o en los zapatos. Yo estoy seguro de que el jefe se hace de la vista gorda. El chiste es que no robemos más de lo que podemos cargar con nuestro puño cerrado. Esa es nuestra ración permitida. Sólo que el Cochino es así, le gusta sentirse importante y amenazarnos aunque todos sepamos que es un achichincle de matadero igual a nosotros. La verdad, yo creo que el Cochino es así porque es de esos que cree que nació para ser gerente o administrador, pero el gerente general de verdad es un hijo de la chingada. Para ser jefe de aquí, se necesita tener odio en la médula, no como nosotros los achichincles que carneamos y traficamos de a poquito. Ni siquiera los coyoteros que matan al amparo de su orden son así de malnacidos. El jefe es quien contrata, administra y sobre todo, quien elige la carne que entra y sale del matadero hacia Las Nubes. Al jefe le decimos la Hiena, más bien tiene cara de rata, pero le decimos Hiena porque las hienas saben reírse. Lo chistoso es que ya casi no hay, o por lo menos yo no he visto más que el ser hiena de él. Siempre lleva una sonrisita en la jeta. Tiene su cuarto aparte con cama y cobijas blancas. Manda traer baldes de las minas de agua solo para bañarse. Con su peinado y su olor a frutas extintas, la Hiena es el único hombre en el matadero que conoce Las Nubes. Primero mis dientes y luego mis parientes, es otra de las frases que la Hiena repite a cada rato. Por cada niño que entra al matadero, la Hiena paga a los coyoteros. Ellos se dedican a buscar niños sanos, extraviados, o incluso escuincles distraídos; los golpean, los meten en jaulas y luego los venden en mataderos.

 

Desaparecen. A nosotros nos llegan muertos, ya nada más para carnearlos. Nos tienen prohibido hablar sobre a quién desollamos. De aquí debe salir la mejor carne posible. Pena de muerte al que raje y el que tenga cola de zacate que no se acerque a la lumbre.

 

En la chamba de los coyoteros también está ultimar. Hay cuartos de atronamiento. Por regla antigua tendrían que descabellar, sedar y vendarles los ojos a las víctimas. Pero parece que están probando otros métodos. Por las noches se escucha un griterío hondo a la redonda. Hasta las jaurías aúllan de miedo. Algo me remuerde la cara, me quema los ojos, me encoje el aliento.

 

Hombres, cerdos, ancianos, mujeres, burros, viejos, vacas, niños, cabras, patos, todo llega a nosotros para ser abierto. Luego sin entraña, con la cara volteada y los ojos en blanco, atados por los pies, colgados de un garfio y abiertos por la panza, esperan. Por el momento no nos damos abasto, pero llegará el día que de tanta muerte la vida escaseará, y terminaremos por carnearnos entre nosotros. Ese horizonte se ve claro y cercano. Pero de mientras, hay de sobra chamba para el que quiera entrar a los mataderos. Se asegura la ración de los días y resguardo de la marea. Lo malo es que si entras en la empresa, ya no puedes salir. Sales hecho carne, como dice la Hiena. Por eso insisto que para ser gerente general se necesita ser mínimo como la Hiena. Nosotros los achichincles estamos aquí porque afuera no hay manera de conseguirles techo y comida segura a nuestras gentes y esa es nuestra condena. Mientras tanto la pinche Hiena está aquí con su sonrisa, durmiendo tranquilo en su oficina, truequeando de madrugada con los coyoteros, aseándose con agua baldeada por esclavos. Por eso un día me agarré a palabras con el Guajolote. Él no es mala leche. Le decimos así porque le cuelga la papada, habla chiquito y tiene la cara como jorobada. Yo le estaba diciendo al Guajolote que esto ya era demasiado para mí y que no me suicidaba porque no me atrevía a dejar desamparada a mi hija. No tenía el coraje de matarme, porque no quería que mi hija muriera carneada o que viviera encerrada de por vida en un cuchitril. Y el Guajolote que me responde que en su casa él no hablaba de lo que se hacía en el matadero. Yo le respondí que afuera todos sabían que en los mataderos se carneaba gente. Todos, menos los niños, dijo él. Pinche Guajolote, ¿a poco no le has dicho a tus hijos que carneas gente y que se la comen? Claro que no, pendejo. ¿Y si un día los agarran desprevenidos y te los roban los coyoteros? Pues por lo menos vivieron sin saber la mierda en que estamos hundidos. Pinche Guajolote, pero tarde que temprano se van a enterar y te van a odiar: la marea negra no tiene llenadera. Él cacareó, ¿tú crees que no se las huelen ya? Si se las huelen ¿entonces por qué no les dices algo? Yo no soy quién para decirles nada, ellos sabrán perdonarme o no. Ese no es mi trabajo. Y seguimos fileteando juntos.

 

Yo sí le dije a mi hija.

 

No tengo de otra, la tengo que dejar encerrada en la casa. Nadie de aquí sabe dónde vivo. No quiero que sepan. Por eso no invito a nadie, porque vivo con ella solito. Mi compañera desapareció camino a la Bestia. La otra familia se me fue yendo buscando un oasis, un lago vivo, toditos se me fueron haciendo menos hasta que nos quedamos nomás mi hija y yo. El último que nos quedaba era mi hermano Pablo. Hace días vino a mi puerta y dijo: Perro, estoy aquí para decirte que te quedes aquí en el matadero. Allá donde era la ciudad, ahora hay un pantano de porquería. La marea ya se tragó todo. La gente pesca lo que puede y se infecta. Hacia lo profundo de los desiertos, las aves de rapiña se te quedan viendo nomás esperando a que te mueras. Esa tierra ya es dominio de cuervos y coyoteros. Te cazan por la espalda, y para defenderte, también terminas matando a traición. Una máquina de guerra. Quédate aquí con tu hijita, Perro, aquí por lo menos se te da la carne y el agua que en la ciudad o en los desiertos de todas maneras tendrías que ir a cazar por las malas. Al día siguiente, Pablo amaneció a la puerta de mi casa con su machete enterrado en el pecho. La última voluntad de mi hermano fue regalarnos su carne a mí y a mi hija. Y se la cumplimos. Nos lo comimos entre nosotros dos nomás. Eso le dije al Guajolote. Y claro que mi hija lo hizo a sabiendas, porque si no, la muerte de su tío habría sido en vano. El Guajolote se quedó serio, movió la cabeza, y mientras carneaba repetía en voz baja, pinche Perro, pinche Perro.

 

Perro, me decía mi hermano y me dicen en el matadero. Perro, porque me gusta llevarme los huesos que nadie quiere y enterrarlos en el cacho de tierra que rodea mi casa. Construí una barricada con ellos. Yo siento que los espíritus de cada hueso nos protegen. Por lo mismo, los voy sembrando como un jardín alrededor. A los cráneos les hablo en secreto. Les pido que protejan a mi hija de lo que hay afuera. Adentro de la casa, nadie sabe que mi hija y yo tenemos un puerquito viviendo con nosotros. Le pusimos Jacinta, en honor a su madre.

 

Los perros que rondan el descampado vienen a mi jardín a enterrar sus propios huesos. Yo los dejo venir a dormir si quieren, y cuando tengo, comparto con ellos la carne que traigo de contrabando. Yo no les he dado nombre, pero mi hija sí, ella los conoce y se habla con cada uno. Jacinta no les teme, ella se siente uno de ellos. Cuando no estoy en la casa, Jacinta y mi hija se hacen compañía. Los perros a veces cazan ratas y aves de rapiña que se posan en los huesos. Muchas veces preferimos comer lo que ellos cazan. Trato de que comamos humano lo menos posible, pero a veces eso es lo que hay. Sabe rico y quita el hambre. Qué se le va a hacer. Vivo con el miedo abierto de que un día los coyoteros me esculcen la casa y traigan juntos los cuerpos de Jacinta, mi hija o los perros al matadero.

 

El jardín: la calle

 

Afuera de la casa, mi mejor amigo era Toño. A uno de sus hermanos lo llamaban el Perro. Recuerdo que al Perro lo tenían desnudo, amarrado por el cuello con una cadena herrumbrosa en sus junturas. Se anclaban los eslabones al tronco de un ahuehuete muerto de pie. Eran varios hermanos y el Perro era el menor. A pesar de ello era imposible determinar su edad. Es igual que un marrano o un burro, decía Toño. Su papá era trailero de rastro entre semana y matarife los domingos. Después, cuando vino la inundación, se hizo coyotero y cambió el tráiler por una barca. En la colonia le decíamos el Mazo.

 

Entre mataderos y carnicerías, el Mazo transportaba animales hacinados en jaulas estrechas. La carne cedía apretujada y brotaba sangre en los barrotes. El tráiler mostraba su estómago a través de una cutícula transparente y cuadriculada. En el parachoques estaba inscrito con manuscrita garigoleada el nombre de Cancerbero. Esa era la cara del perrero infernal: dos faros sin párpado y una trompa con dientes de acero. Vacío. Lleno. Y luego cargado de nuevo. Se veía rondar cada día el estómago del monstruo por las calles enfangadas. Uno sabía que se acercaba el Mazo por la peste de la sangre encostrada y el excremento encepado. Le gustaba pitar el claxon de madrugada o a medianoche porque sí, o por lo menos, el motivo era oscuro para la gente de la colonia. El registro del pito era el de un buque fantasma en medio de la niebla marina. Una ballena poseída.

 

Padre, no hay manera de tenerlo adentro. Muerde a sus hermanos. Rompe todo. Se quita el pañal. Ensucia la casa. Y nada más oiga cómo grita, cómo gruñe, mire mis manos, no entiende una palabra, no habla, está idiota, no es humano, es una maldición del demonio, es un sirviente de Satanás. Pero no, doña Ernestina, no lo pueden carnear, ténganlo apartado de los demás hermanos y que el Señor decida. El sacerdote persignó un cacho de aire y aventó de lejos, al bulto, un salpicón de agua bendita. Tampoco él le dio un nombre. El Perro sorbió las gotas con sed.

 

Con la excusa del castigo divino, la mamá del Perro se arreglaba solamente con el resto de sus hijos. Los mantenía callados a base de cinchazos. Me nacieron siete: dos varones, dos mujeres, dos muertos y un muertovivo. En las comidas, doña Ernestina le aventaba al Perro las sobras. Bagazo y tuétano que el Mazo traía. Cuando el Perro no se callaba, el Mazo le daba con un fuete.

 

Ese era el problema, me decía Toño, que el Perro nunca cierra el hocico, no es capaz de tener la cara quieta. Babea. Gruñe. Muerde. Se arrastra entre sus meados y mierda. Se desgarra la ropa. Deja el plato limpio siempre: el hambre y la sed es lo único que une a toda la familia.

 

Y la luna. El Perro solo detiene sus bramidos cuando traga o cuando es luna llena. Jala con todas sus ganas la cadena y se trepa a la copa del árbol, se queda fijo en el ramaje seco, pesando el silencio. Luego aúlla. Emite un canto que hipnotiza, como de ola. ¡Vengan a ver a su hermano! Mamá nunca le dice así, pero mientras dura el momento, incluso papá lo deja en paz, es como si se volviese más humano que nosotros o como si nosotros fuésemos más perros. Dan ganas de treparse con él. Los otros perros de la colonia cuando escuchan su canto se unen. Seguro tú también lo has escuchado, me decía Toño.

 

Pero luego se nubla y vuelve a ser el Perro, decía Toño desgarbado.

 

Cada domingo, con la misma manguera que lavaba al Cancerbero, el Mazo aseaba al Perro. Vengan a ver cómo mi papá baña al Perro, nos decía Toño. Solo alguien que trabajaba en mataderos podía tener el privilegio de despilfarrar así el agua. Los niños de la cuadra nos formábamos tras la reja entre palabras de asombro. En posición de orinar y tras la reja, el Mazo empuñaba la manguera conectada a la pipa. Aventaba el reguero en su patio, repasando el pasto, el árbol y el concreto lleno de meados y mierda. Después correteaba con el chorro al Perro. Este huía ágil, pero sin mucho a dónde ir terminaba por arrinconarse y recibir la cascada entre quejidos pánicos. Risas de fondo. Al Mazo no le daba risa. Le hablaba de usted a su hijo. Órale cabrón, dese la vuelta, abra las piernas, agáchese, abra la boca, póngase de espaldas. El Perro no obedecía, solamente se retraía, alternaba berreos con chillidos, se vomitaba de pánico y enfrentaba al enrejado con tarascadas. Los testículos le colgaban encogidos y se orinaba a cuatro patas. Parecía no enfocar con la mirada, pero todo lo que expresaban sus ojos mientras el Mazo lo atacaba era de una densidad innombrable, no por eso incomprensible: te transmitía el asombro de su existencia. El horror desnudo de la tortura.

 

Hasta que el Perro rompió las cadenas.

 

Nadie hizo por buscarlo.

 

Nadie se atreve a decirlo en voz alta, pero la verdad, todos en la casa estamos contentos de que por fin el Perro dejó de joder nuestra vida, me dijo Toño mientras quebrábamos a pedradas los vidrios de nuestra escuela abandonada. Justo por esos días empezaron a aparecer en las calles del pueblo cuerpos destazados; ahorcados en los puentes; aventados al desagüe; descabezados en las calles, cadáveres enterrados en las zanjas. Mes tras mes y luego casi diario junto con el alza del nivel del agua. Después, los cuerpos simplemente desaparecían. Nos prohibieron salir. El chismorreo empezó a correr de boca en boca, diciendo que era el Perro quien rondaba por las calles de noche, y que ojo, porque al que se descuidara, le iba a tocar morir a dentelladas. Con ese rumor, salieron con rifles y escopetas varios hombres de la colonia, el Mazo a la cabeza de la hermandad. Lo hicieron varias noches, hasta que en lo tupido de un cerro, trepado en la copa de un árbol alto, dijeron que vieron al Perro. Parece que la tropa abrió fuego de lejos. Goteó sangre, y fue suficiente para ellos, porque el cuerpo se quedó enramado y no hubo quien quisiese subir a verificar el estado del cadáver. Ni siquiera su padre. Regresamos sin el cuerpo de mi hermano, me contó Toño.

 

Hay quien dice que adentro del monte, en la copa de un ahuehuete muerto de pie, puede verse el esqueleto encorvado del Perro. Otra gente dice que al día siguiente de la ronda, el Mazo trepó el cuerpo de su hijo al tráiler e hizo pasar su carne como mercancía en el matadero. La versión de Toño es que su papá empezó a conseguir buenas raciones de agua limpia a cambio de los cuerpos victimados que iba recolectando en las calles, y entonces, decidió trocar a su hijo en el matadero a cambio de unas cuantas garrafas de agua.

 

 

 

FOTO: El Matadero Sun, de Willem Bastiaan Tholen, 1931. Crédito de imagen: Rijksmuseum Amsterdam

« »