Medios: la insoportable incomodidad de las ideas
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Notas sobre la prensa, la posverdad y el poder
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POR ARIEL GONZÁLEZ
Una prensa libre puede ser buena o mala, pero sin libertad, la prensa nunca será otra cosa que mala
Albert Camus
I
Al centro, con una túnica blanca que casa perfectamente con la dignidad que exhibe hasta el último instante, Sócrates alza la copa de cicuta que ha sido condenado a beber por “ateísmo” y por “corromper” las mentes de los jóvenes. Impotentes y devastados frente a la injusticia y la sinrazón, sus discípulos lo rodean; saben que su maestro enfrenta fatalmente lo que Luciano Canfora define “como una situación consustancial a su visión de la política: aquella en la que uno (o unos pocos) se enfrentan, y al final sucumben, a una mayoría que, aunque equivocada, vence por su condición de mayoría”. (1).
La escena pertenece al cuadro más famoso sobre este episodio de la historia de la filosofía, La muerte de Sócrates, pintado por Jacques-Louis David en 1787 en el más puro estilo neoclásico. Es parte de las muchas imágenes e historias que representan la confrontación de las ideas con el poder.
Sin ningún otro medio más que la palabra (comunicada oralmente, desprovista de cualquier otro soporte que no fuera la memoria fiel y la transmisión de boca en boca de los conceptos que sustentaba), el caso de Sócrates evidencia que a veces la sola existencia de ideas contrarias o inadmisibles para el poder resulta suficiente para su persecución y la búsqueda de su anulación. Y puesto que sus ideas no tenían ningún respaldo en el papel (Sócrates desconfiaba de la escritura, porque evitaba pensar y recordar, decía), el mayor peligro era su propia persona, portadora de diversas ideas adversas a la religión de la servidumbre que promovían los tiranos del momento.
En otro momento y espacio, Cicerón –él sí con una obra escrita aunque en un mundo donde la lectura era privilegio de unos cuantos– resultó un estorbo para el triunvirato (Antonio, Octavio y Lépido) que siguió a la muerte de César. Desde luego, los nuevos enemigos de la República no estaban preocupados por el impacto o difusión de su obra, sino por la congruencia del filósofo y político romano, por su oratoria y capacidad de denuncia de los peligros de la dictadura y la demagogia, así como de los excesos e injusticias del poder. Eso fue lo que le costó la vida.
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II
Cuando los hombres de ideas se encontraron con la posibilidad de reproducirlas masivamente a través de la prensa (una invención burguesa básicamente del siglo XVIII), la crítica se tornó mucho más peligrosa para el poder. De modo inverso, este descubrió que también podía usar los mismos medios (y otros más a su alcance) para abrir paso a la propaganda, una de las primeras representaciones políticas de lo que hoy conocemos como posverdad y que según el diccionario Oxford alude a “aquello que se relaciona con, o denota, circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes a la hora de conformar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a las creencias personales”.
Es difícil rastrear el origen de este fenómeno en la escena pública, pero no es de extrañar que un personaje con el carisma y la enorme popularidad de Napoleón Bonaparte esté entre los más grandes propagandistas de la historia y, como puede suponerse, también entre uno de los más feroces enemigos de la crítica y la prensa libre. Por cierto, también Jacques-Louis David, convertido en el pintor oficial de su majestad, lo inmortalizó con toda su megalomanía en un inmenso óleo (La consagración de Napoleón) de casi diez metros de largo por poco más de seis de alto.
Más allá de esta obra que contiene diversas escenas ficticias al antojo del emperador (aparece su madre, por ejemplo, la cual no asistió a su coronación), el autor de las Memorias de ultratumba lo retrató con más realismo, en palabras que recuerdan por qué Sartre decía que “hay frases de Chateaubriand para las que hace falta realmente valor”:
“…Francia entera [con la llegada al poder de Napoleón] se convierte en el imperio de la mentira; periódicos, panfletos, discursos, prosa y verso, todo disfraza la verdad. Si ha llovido, se asegura que hacía sol; si el tirano ha paseado por entre el pueblo mudo, se afirma que avanzaba entre las aclamaciones de la multitud. El único fin es el Príncipe: la moral consiste en entregarse a sus caprichos, el deber en elogiarlo. Sobre todo hay que prorrumpir en gritos de admiración cuando ha cometido un error o un crimen”. (2)
En ese clima de ausencia de libertades no es extraño que figuras como el mismo Chateaubriand y Madame de Staël, que al principio se mostraron entusiastas con la llegada de Napoleón al poder, resultaran despreciadas y odiadas (aunque también temidas) por el “genio militar”. Madame de Stäel, hija del economista Jacques Necker, sabía que a Napoleón le desagradaban las mujeres que no se rendían ante su carisma, pero todavía más aquellas que osaban pensar por cuenta propia y que tenían la seguridad de querer ser tal y como eran. Así lo refiere ella misma:
“José Bonaparte, cuyo ingenio y conversación me agradaban, vino a verme y me dijo:
—Mi hermano está quejoso de vos. «¿Por qué —me preguntó ayer— por qué la señora de Stäel no se adhiere a mi gobierno? ¿Qué es lo que quiere? La devolución del depósito de su padre? Lo decretaré. ¿Residir en París? Se lo permitiré. En suma, ¿qué quiere?»
—¡Dios mío! —repliqué yo—. No se trata de lo que quiero, sino de lo que pienso”. (3)
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III
Las tiranías, dictaduras y regímenes autoritarios no se han equivocado a lo largo de la historia en distinguir a sus enemigos: las ideas que ponen en cuestión su discurso y reglas, es decir, el pensamiento disidente y, en el mundo moderno, la libertad de expresión.
Conforme la vida democrática ha ido ganando terreno en un lapso que es, con todo, muy breve (unos doscientos años en el mundo occidental, haciendo cuentas muy alegres), se ha afianzado la convicción de que su desarrollo tiene como uno de sus pilares fundamentales a los medios de comunicación. Sin ellos, las capacidades deliberativas de las sociedades modernas estarían anquilosadas y la vida pública sencillamente reducida a su mínima expresión, como ha ocurrido y ocurre en los regímenes totalitarios que se fundamentan en la ausencia de libertades y derechos humanos.
Pero aunque las sociedades democráticas se han ido fortaleciendo, particularmente desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial y más tarde con la caída del Muro de Berlín, la tentación autoritaria, el desprecio por las instituciones autónomas y la prensa independiente resurgen una y otra vez incluso en los países más avanzados.
Todos tenemos presente hoy el caso de Donald Trump. Los ejemplos de su fobia/odio por la crítica y el periodismo independiente abundan, al punto de que es el ejemplo global de un mandatario incómodo con los medios y que ha establecido un nivel de ataque poco menos que virulento hacia estos. Sin embargo, no es ni de lejos un pionero en la materia. Antes que él, personajes como el senador Joseph McCarthy o el presidente Richard Nixon pusieron a prueba el sistema democrático de su país –los dos desde un flanco rabiosamente anticomunista y apelando en todo momento a la “seguridad nacional”.
Autores como Lilian Hellman (Tiempo de canallas) o Arthur Miller (Las brujas de Salem) exhibieron la atmósfera del macartismo, pero la mayor defensa cívica contra la cacería de brujas anticomunista se dio desde el periodismo, concretamente desde los estudios de televisión de la CBS, donde Edward Murrow realizó un apasionado pero riguroso alegato a favor de la justicia, las libertades y los derechos:
“La línea divisoria entre la investigación y la persecución es muy delgada y el joven senador de Wisconsin [McCarthy] la ha cruzado una y otra vez… Siempre hemos de recordar que una acusación no es una prueba y que para la condena se requieren evidencias y el debido proceso judicial. No viviremos temiéndonos unos a otros. No dejaremos que el temor nos arrastre a una era de irracionalidad. No somos descendientes de hombres miedosos, de hombres que hayan temido escribir, hablar, asociarse y defender causas que en ese momento no eran populares Esta no es una época en la que quienes se oponen a los métodos del senador McCarthy deban guardar silencio” (4)
Murrow, también anticomunista pero sobre todo un hombre que conocía la importancia y el valor que tiene el ejercicio cabal del periodismo, así como la legalidad constitucional, pronunció estas potentes palabras que terminaron por dar el golpe definitivo a la histérica y demagógica campaña persecutoria de McCarthy.
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IV
Por su parte, Richard M. Nixon es quizás el caso más emblemático de la confrontación de un presidente norteamericano con la prensa. Ya antes de que el escándalo Watergate acabara con su mandato, protagonizó uno de los embates más vergonzosos contra la libertad de expresión al tratar de impedir que el New York Times y el Washington Post publicaran los llamados Documentos del Pentágono, miles de páginas que mostraban las mentiras e intereses del gobierno de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam. Era una culpa compartida con varias administraciones, pero a la de Nixon obviamente le tocaba una responsabilidad importante y por eso su primera reacción fue prohibir a estos dos diarios que la hicieran pública.
Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post en esos años, cuenta: “Aquel mismo martes [15 de junio de 1971], el Departamento de Justicia fue a los tribunales, y, por primera vez en la historia de la República, consiguió un requerimiento judicial (..) por el que se prohibía al periódico publicar determinadas historias. El New York Times había sido al menos silenciado…” (5)
Bradlee sabía lo que siempre ha hecho la prensa seria: “enterarse, informarse, verificar, escribir y publicar”. Pero amagado por este antecedente judicial, el Washington Post y sus directivos dudaron por un momento en secundar al New York Times; habían llegado tarde a la historia, aunque días después ya contaban con parte de los documentos del Pentágono filtrados por Daniel Ellsberg, un académico especialista en temas de defensa.
La decisión de Bradlee (que luego contaría con el respaldo de la dueña, Katharine Graham) pasó por una consulta a su amigo Eward Bennett Williams, abogado, “el mejor en su profesión”. Este le confirmó: “Bueno, Benjy, tienes que hacerlo. No tienes otra elección. Ese es tu trabajo”. (6)
Como se sabe, en el mundo nunca han sobrado los periodistas que entienden puntualmente cuál es su trabajo. La batalla de Bradlee y su diario tenía como centro la libertad de expresión garantizada por la Primera Enmienda. Increíblemente, el primer enemigo de esta era quien al llegar a la Casa Blanca había jurado ante una Biblia respetar y hacer respetar la Constitución: Richard Nixon. Y hay que reconocerlo, en cuanto a su odio por la prensa siempre fue sincero. A sus colaboradores les decía:
“Nunca lo olviden: el sistema es el enemigo. Los profesores son los enemigos. La prensa es el enemigo. la prensa es el enemigo. La prensa es el enemigo. Escríbanlo en el pizarrón 100 veces y nunca lo olviden”. (7)
Hay en esta sencilla frase todo un anticipo histórico no sólo de la era Trump sino de muchos otros gobiernos que se manifiestan abiertamente enemigos de la academia y sus expertos, de las instituciones públicas, los organismos independientes y, claro está, de la prensa que les da voz, que genera opiniones divergentes y que investiga más allá de la verdad oficial.
Poco antes de que el caso Watergate lo obligara a dimitir, en uno de sus últimos encuentros con la prensa, Nixon respondió a un reportero que le preguntó si estaba molesto por las preguntas que le hacían: “No crean que estoy molesto; uno solo puede enojarse con quienes respeta”. (8)
V
Todas las historias que he citado tienen algo en común: la permanente incomodidad del poder frente a la persistencia de la crítica y la información adversa, una condición que puede deslizarse hacia la tentación autoritaria y a la ilegalidad al hacer a un lado los derechos fundamentales consagrados en cualquier constitución democrática.
Luego del autoritarismo priista que sólo paulatinamente fue siendo desplazado, la tolerancia y la pluralidad han ido adquiriendo en las últimas décadas las cartas de naturalización que hoy exhiben. Al establecimiento (defectuoso, irregular o frágil, pero cierto) del conjunto de libertades democráticas que han hecho posible, entre otras cosas, la alternancia del poder, la generación de instituciones independientes del gobierno en turno, el reconocimiento de derechos como los de las minorías sexuales, la posibilidad de la transparencia y la rendición de cuentas o la consolidación de diversos contrapesos, han contribuido un sinnúmero de luchas, movimientos y ciudadanos de las más variadas corrientes ideológicas. Y todo comenzó con ideas que resistieron diferentes embates desde el poder y que luego tuvieron oportunidad de materializarse para dotar a la sociedad mexicana de un nuevo perfil.
Sé que la posverdad “progresista” y “antineoliberal” refiere una historia distinta, pero el más elemental ejercicio de memoria política nos muestra que la vida democrática no comenzó con el triunfo del candidato “de las mayorías” (como se decía antes), sino que, más bien, su victoria ha sido posible por la existencia de instituciones y organismos independientes que hasta ahora garantizan la validez del voto ciudadano. No fue a pesar, sino gracias a organismos como el Instituto Nacional Electoral que el voto de los ciudadanos fue tan efectivo como en 2000, cuando el PRI dejó el poder por primera vez luego de mantenerlo durante siete décadas.
Desgraciadamente, muchos de los logros alcanzados en materia de vida democrática son constantemente minimizados y hasta puestos en duda y las instituciones que los representan están siendo permanentemente asediadas y cuestionadas de distintas formas, lo que alimenta su supuesto “desprestigio”, haciéndolas cada día más vulnerables.
Igualmente, a la incertidumbre que sobre muchos otros temas vive México, se ha sumado una tensión creciente entre los medios y el presidente Andrés Manuel López Obrador, lo que hace pertinente preguntarnos sobre el futuro de la prensa mexicana y cómo va a seguir actuando un gobierno que en diferentes momentos se ha mostrado claramente incómodo con el ejercicio crítico de esta.
VI
Admitámoslo: resulta al menos inusual –por decirlo eufimísticamente– que desde la Presidencia de la República se aliente una perspectiva donde los comunicadores, intelectuales y científicos son vistos, por sus críticas, como “chayoteros”, plumas al servicio de los intereses de la “mafia del poder” o becarios privilegiados.
Lo más preocupante, acaso, es la calidad de la interlocución que se intenta tener desde el Poder Ejecutivo con la prensa: “Antes, como no tenía autoridad moral el gobernante, cualquier periodista lo ninguneaba y no podía responder, porque le sacaban sus asuntitos. Entonces, yo tengo autoridad moral, por eso cuando estoy viendo que hay un actitud tendenciosa de la prensa, que eso no tiene nada que ver con la polarización, siempre ha existido una prensa conservadora, una prensa fifí […] los fifís son fantoches, conservadores, sabelotodo, hipócritas, doble cara”. (9)
¿En qué momento pasamos de debates –que nos han llevado años– como el del derecho a la información o la perspectiva de los medios de comunicación como instancias de interés público a las descalificaciones cotidianas del trabajo periodístico desde la misma Presidencia? ¿En qué punto empezó a ser “normal” la estigmatización del trabajo de la prensa en un país que, además, encabeza la lista de países más peligrosos para el periodismo por el número de sus profesionales que han sido asesinados? (10)
Mientras escribo esto, la susceptibilidad de la Presidencia hacia la prensa crítica ha llegado a nuevos derroteros y se expresa en la descalificación de columnistas y reporteros por el simple hecho de preguntar, el señalamiento policiaco de la presunta identidad de algunos de sus críticos en las redes sociales, así como la reiteración presidencial de que seguirá por la senda de sus propios datos, una abierta forma de posverdad en la que se ignoran o minimizan sistemáticamente los hechos (como el crecimiento económico nulo o la violencia sin control) y se moviliza a toda clase de panegiristas en esa dirección para seguir construyendo eso que Lee McIntyre define como “un mundo en el que los políticos pueden desafiar los hechos y no pagar ningún precio político por ello”. (11)
Para completar este nuevo marco no han faltado extrañas alusiones a un supuesto golpismo del que también participan las acechanzas de la prensa crítica, acaso como ariete de los ataques que desde “el conservadurismo” sufre el gobierno. Se trata de una idea que algunos de sus más cercanos propagandistas –reconocidos ellos sí como genuinos periodistas– ya han estilado en diversas oportunidades, pero nunca la había hecho suya, tan directamente, el presidente López Obrador.
En otras ocasiones siempre se valió de su consabida identificación con Francisco I. Madero para volver sobre el trágico destino de este y el papel jugado por las críticas de la prensa que, en su interpretación, lo debilitaron y abrieron paso al putsch huertista. Pero ahora, de la invocación histórica de este personaje ha pasado a la proyección hacia el momento actual del ambiente que rodeó el cuartelazo de 1913: suponer que por lo menos una parte de la prensa busca hacerle daño a su gobierno y que, en resumen, “le muerden la mano a quien les quitó el bozal”. Y en esa misma línea narrativa exaltar nuevamente a su “alter ego” histórico: “¡Qué equivocados están los conservadores y sus halcones! Pudieron cometer la felonía de derrocar y asesinar a Madero porque este hombre bueno, Apóstol de la Democracia, no supo, o las circunstancias no se lo permitieron, apoyarse en una base social que lo protegiera y lo respaldara”.
Él mismo se encargó de decir que “son otras realidades y no debe caerse en la simplicidad de las comparaciones”, pero por lo visto de cualquier modo se sintió obligado a denunciar las intenciones de los “conservadores y sus halcones”, lo mismo que, al día siguiente, establecer su respeto por los canes antes que por los periodistas.
VII
Albert Camus decía que el periodismo no es escuela de perfección: “hacen falta cien números de periódico para precisar una sola idea”. (12) Nadie ignora que los medios no son –nunca han sido, ni en México ni en ningún país– instancias impolutas. En distintas ocasiones, su falta de profesionalismo, escaso rigor y hasta corrupción han sido suficientemente documentados, no pocas veces, paradójicamente, desde los propios medios. Pero la historia del buen periodismo, es la historia de quienes desde sus páginas, pantallas, micrófonos o cualquier otra plataforma, han luchado por evitar la propaganda, investigar la verdad y responsabilizarse ante la sociedad por su labor. Y aun con todas sus deficiencias y excesos, las sociedades democráticas han optado siempre por la regla de Thomas Jefferson: “Prefiero tener prensa sin gobierno que gobierno sin Prensa”.
Algunos opinan que es “muy pronto” para evaluar el trato de la prensa con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero cuando tenemos un conjunto de señales ominosas, nunca es demasiado “pronto” para alertar sobre los riesgos de que algunas tendencias se conviertan en norma y perdamos, sin darnos cuenta, aquello que con mucho esfuerzo hemos alcanzado en los últimos 30 años en materia de vida democrática.
Como todos, quisiera que hubiera un entendimiento respetuoso y maduro entre los medios y el gobierno; que se anunciara un alto en el camino y se dejara a un lado la confrontación tanto peligrosa como estéril para ambas partes. Sin embargo, no parece que vayamos por ese rumbo. Cuanto mayor es la popularidad de un presidente que ve a los medios como potenciales enemigos –o aliados, si están dispuestos a secundarlo acríticamente en sus proyectos–, y no como actores centrales de la vida democrática, contrapesos legítimos y como animadores decisivos de la tolerancia y el sano debate que debe hacer suyo la opinión pública, mayor es también el riesgo de que se terminen vulnerando libertades y derechos que, por lo demás, no nos fueron obsequiadas por ningún gobierno anterior. Tampoco por este.
En su famoso prefacio a La rebelión en la granja, George Orwell dice varias cosas fundamentales que en tiempos de desprecio por la verdad conviene tener presentes. La primera es que la libertad de prensa se traduce siempre en la posibilidad de decir cosas que la gente no quiere oír; y la segunda y no menos importante: “la cobardía intelectual es el peor enemigo que deben encarar los periodistas y los escritores en general”.
Hoy más que nunca es necesario reivindicar que la razón de ser del periodismo marcha a contracorriente de la unanimidad y la intolerancia. Es una idea sencilla pero de un extraordinario valor. Y siempre es necesario defenderla dignamente frente al poder.
NOTAS
(1) Luciano Canfora, Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos, Anagrama, Barcelona, 2002.
(2) R. F. Chateaubriand, De Buonaparte y de los Borbones, Acantilado, Barcelona, 2011, p. 61.
(3) Madame de Stäel, Diez años de destierro, Espasa-Calpe Argentina, 1947, p. 14.
(4) Extracto de las palabras de Eward Murrow en el programa de la CBS, See it now, del 9 de marzo de 1954.
(5) Ben Bradlee, La vida de un periodista, El País/Aguilar, Madrid, P. 368.
(6) Op.Cit., p.372.
(7) Nixon by Nixon. In his own words, HBO Documentary Films. Director: Peter W. Kunhardt, 2014.
(8) Nixon by Nixon…
(9) Conferencia matutina del Presidente Andrés manuel López Obrador, 26 de marzo de 2019
(10) “En el primer año de la administración del presidente Andrés ManuelLópez Obrador, México se encamina a consolidarse como el país más mortífero en el mundo para ejercer el periodismo (…) Reporteros Sin Fronteras lo coloca con nueve casos por encima de Afganistán, con tres, y Paquistán y Somalia, con dos cada uno, pero esa organización no menciona a Edgar Alberto Nava López, quien dirigía el medio digital La Verdad, por lo que el país encabeza la lista negra (de 25 casos) con 10 asesinatos de informadores durante este año”. El Universal, 11 de agosto de 2019. “Asesinan a otro periodista en México. Se trata de Nevith Condés Jaramillo, creador de la página ¨El Observatorio del Sur¨, con quien ¨ya suman 12 los periodistas asesinados¨ este año en México, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de ese país”. CNN, 25 de agosto de 2019.
(11) Lee McIntyre, Posverdad, Cátedra, Madrid, 2018, p. 43.
(12) Albert Camus, Crónicas (1944-1953), Alianza Editorial, Madrid, 2002, p. 33.