Postales de Stalingrado: heroísmo, propaganda y tragedia

Dic 18 • destacamos, principales, Reflexiones • 4163 Views • No hay comentarios en Postales de Stalingrado: heroísmo, propaganda y tragedia

 

Heroísmo, propaganda y tragedia caracterizaron a uno de los episodios más cruentos de la Segunda Guerra Mundial, cuya evocación cobra vigencia ante el resurgimiento de nuevos totalitarismos alrededor del mundo

 

POR ARIEL GONZÁLEZ
Cuenta Tolstoi en Guerra y paz que, de pronto, entre el escuadrón de caballería de Rostov y el enemigo, no había nadie, “salvo esa terrible línea de lo desconocido, semejante a la que separa a los vivos de los muertos. Todos los hombres presentían esa línea, y los inquietaba la pregunta de si la franquearían o no y cómo lo iban a hacer.” Era todavía la época en que ese lindero era perceptible: cruzarlo —llegado “ese momento de vacilación moral que decide una batalla”— pondría a los combatientes con toda claridad en este o el otro mundo, entre los vencedores o los derrotados, en la gloria o el desastre.

 

Para cuando las tropas alemanas alcanzaron el río Volga, el 22 de agosto de 1942, esa línea —no sus resultados, que definían la vida o la muerte— era ya prácticamente invisible: estaba por iniciar una batalla en la que cada bando enfrentaba, además de los enemigos que sus comandantes les habían asignado oficialmente como tales, otros muchos. Y ninguno de ellos, ni siquiera los piojos, eran pequeños.

 

Sin saberlo —aunque algunos alcanzaron a intuirlo e incluso constatarlo—, los dos más terribles enemigos de la Wehrmacht y el Ejército Rojo resultarían ser paradójicamente sus máximos líderes, Hitler y Stalin, personajes con más semejanzas de las que los fervientes lectores de Mein Kampf y Cuestiones del leninismo habrían podido admitir jamás. Fueron ellos, desde sus búnkeres y despachos, quienes los condujeron a la antigua Tsaritsyn (luego Stalingrado y después Volgogrado) para librar la mayor y más sangrienta batalla de la historia moderna.

 

Stalin paró en Tsaritsyn

 

Construida a finales del siglo XVII, esta pequeña ciudad fue rebautizada como Stalingrado en 1925 porque, según cuenta la historia oficial soviética —repleta de leyendas y propaganda—, en la Guerra Civil un tal Iósif Stalin “salvó” a la ciudad del control del Ejército Blanco. Es dudoso que un personaje como él (cuyos más brillantes hechos de armas habían tenido lugar como jefe de una pandilla de asaltabancos para financiar a los bolcheviques) fuera capaz de enfrentar estratégicamente al General Denikin, pero lo cierto es que el entonces comisario del pueblo para Asuntos de las Nacionalidades, que sí entendía de jerarquías y organización en el partido, consiguió ponerse todos los galardones a la hora de la victoria.

 

Aquellos acontecimientos sirvieron para que Stalin se vistiera y se presentara en lo sucesivo como un auténtico jefe militar, siempre usando botas negras altas, su uniforme característico y, desde luego, una pistola. Robert Service, en su monumental Stalin: una biografía (Siglo XXI, 2006), dimensiona su participación en aquella batalla que tuvo como principales ejes el suministro de granos y el predominio de los bolcheviques:

 

“Los que más tarde fueron sus enemigos no prestaron atención al valor que demostró en la Guerra Civil. No era un cobarde en el aspecto físico; eclipsó a Lenin, Kámenev, Zinóviev y Bujarin al negarse a eludir el peligro en tiempos de guerra. Sin embargo, no fue un héroe de guerra y sus posteriores encomiastas magnificaron su imagen de comandante genial que salvó la Revolución de octubre desde las orillas del Volga.”

 

En cualquier caso, esa batalla librada en 1918 fue también sangrienta. Algunos cálculos estiman en más de 200 mil las bajas entre muertos, heridos y desaparecidos de ambos ejércitos. Así fue como Tsaritzyn (una derivación de Tsaritsa, un afluente del Volga que en tártaro viene a ser río amarillo) ingresó a la geografía e historia del estalinismo.

 

 

 

Una obsesión

 

Era imposible que Hitler, el ex cabo mensajero (Meldegänger) que había ascendido meteóricamente a jefe del Estado y Ejército alemanes, no reparara en esta población que encima llevaba el nombre de su supuesto archienemigo. Sin embargo, originalmente no la consideró de forma especial: cuando en junio de 1942 fue planeada y echada a andar la Operación Azul (Fall Blau), que fue en términos generales un relanzamiento de la Operación Barbarroja con la que había comenzado la invasión de la URSS un año antes, se buscaba simplemente llegar hasta el Volga y destruir las fábricas de armamento; pero hacia finales de julio, Hitler, que realmente creía que el Ejército Rojo estaba por sucumbir, decidió que el VI Ejército, al mando del general Friedrich Paulus, tomara Stalingrado, todo esto en el marco de la directiva número 45, una ocurrencia del Führer que extendió inopinada y peligrosamente el Frente Oriental, con los trágicos resultados que se verían pocos meses después.

 

Cuando descubrió Stalingrado surgió lo que todos los historiadores han definido como una obsesión: hacerse de la ciudad que llevaba el patronímico de quien él creía su principal enemigo. “La primera vez —escribe Antony Beevor en su imprescindible obra Stalingrado (Crítica, 2007)— que el pueblo alemán oyó que esta ciudad era un objetivo militar fue en un comunicado del 20 de agosto. Poco más de dos semanas después, Hitler, que nunca había querido que sus tropas se vieran envueltas en una lucha en las calles en Moscú o Leningrado, tomó la determinación de capturar esta ciudad a cualquier precio.”

 

En contrapartida, para Stalin perder esta ciudad era simplemente inaceptable. A sus razones personales, estrictamente megalomaniacas, supo añadir otras de carácter supuestamente estratégico. Así, por ejemplo, cuando ya había comenzado la batalla, exigió a Gueorgui Zhúkov y a otros generales —los cuales habían observado que los ejércitos destinados a la defensa de la ciudad estaban mal armados, por lo que era necesario esperar unos días a la llegada de más artillería y munición— que se lanzaran como fuera al ataque. Beevor recuperó sus palabras: “¿Qué pasa?, ¿no entienden que si entregan Stalingrado, el sur del país quedará separado del centro y probablemente no podremos defenderlo? ¿No se dan cuenta de que no es sólo una catástrofe para Stalingrado? ¡Perderíamos nuestra principal vía fluvial y pronto el petróleo también!”

 

Parte de estos argumentos eran válidos, pero lo cierto es que esta ciudad no era estratégica en términos estrictos (por eso en el plan original de la Operación Azul no estaba considerado tomarla). Por lo demás, tenía algunas fábricas sin duda importantes, pero la mayor parte de la industria militar rusa ya había sido trasladada desde el oeste hasta los Urales (una proeza titánica y, esa sí, clave de la victoria soviética en el conjunto de la guerra).

 

“Y sin embargo —como apunta David M. Glantz en su obra Armagedón en Stalingrado, Desperta Ferro Ediciones, 2019— el argumento definitivo, al principio tácito, era el nombre de la ciudad. En una guerra ideológica y nacionalista a muerte, el lado que poseyera una gran ciudad con el nombre de uno de los dos dictadores contaría con una ventaja sin paralelo en términos de moral y propaganda. De este modo, Stalingrado comenzó a ganar un valor emocional fuera de toda proporción con respecto a su valor estratégico y económico.”

 

La suerte estaba echada: Stalingrado sería presa de dos tiranos que la convertirían en su obsesión central los 200 días que duraría la batalla.

 

 

Al precio que sea o, lo que es igual, ni un paso atrás

 

La decisión de Hitler de ocupar Stalingrado al precio que fuera, tuvo una respuesta directamente proporcional por parte de Stalin: defender la ciudad hasta la muerte. Esa determinación de los dos bandos fue la que dio forma a este combate por demás brutal y sangriento.

 

Desde que cruzaron la frontera rusa los alemanes fueron instruidos para seguir algunas “órdenes especiales” que explicitaban como nunca la posibilidad de cometer un sinnúmero de crímenes de guerra sin temor de que tuvieran que responder por ellos. Ese comportamiento ilegal iba desde “medidas de fuerza colectivas contra las aldeas”, hasta la exoneración de los soldados que cometieran saqueo, asesinato o violación, pasando por la obligación de entregar a los judíos, comisarios políticos y partisanos a las SS. “Algunos comandantes —dice Beevor— se negaron a reconocer y a transmitir dichas instrucciones. Eran generalmente aquellos que respetaban el tradicional ethos del ejército y aquellos que aborrecían a los nazis” (que los había). Sin embargo, la mayoría de los mandos militares se plegó a estos lineamientos nazis que dieron lugar a asesinatos masivos de judíos y muchas otras atrocidades.

 

La reacción del Ejército Rojo a estas “ordenes especiales” fue poco a poco, como era previsible, adoptar la misma barbarie de los alemanes que las seguían: maltrato y ejecución de prisioneros, especialmente de los miembros de las SS, y no respetar tampoco los trenes-hospitales ni las ambulancias. En todo caso, la siniestra NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), la policía estalinista a cargo de Beria, ya tenía una larga trayectoria en crímenes de guerra, como el asesinato de 4 mil oficiales polacos en el bosque de Karin; sin embargo, dadas las numerosas derrotas iniciales del Ejército Rojo, los prisioneros alemanes eran pocos.

 

Pero en el caso de Stalingrado la famosa orden 227 de Stalin, mejor conocida como “Ni un paso atrás”, autorizaría una verdadera carnicería no contra el ejército alemán, sino contra el propio Ejército Rojo y la población civil. Para Stalin, sería la garantía de que sus soldados combatirían, de modo ineluctable, hasta la muerte: “los que siembran el pánico y los cobardes deben ser destruidos en el acto”. Se consideraría “traidor a la patria” a cualquiera que se rindiera. “Cada ejército —resume Antony Beevor— tenía que organizar de tres a cinco destacamentos bien armados de hasta 200 hombres cada uno para formar una segunda línea que abatiera a cualquier soldado que tratara de escapar.” Adicionalmente, se crearon las llamadas “compañías penales” que “debían realizar misiones semisuicidas tales como la limpieza de minas (…) En total unos 422 mil 700 hombres del Ejército Rojo “expiarían con su sangre los crímenes que habían cometido ante la patria”. La idea era tan atractiva para las autoridades soviéticas que los prisioneros civiles fueron transferidos del Gulag a estas unidades; algunos dicen que fueron un millón, pero esto bien puede ser una exageración. Como puede verse, no se necesitaban más motivos para “morir por la patria”. Y sin embargo, muchos los tuvieron y protagonizaron actos de verdadero heroísmo.

 

Paradójicamente, la orden 227 no detuvo los innumerables “incidentes extraordinarios” (como dio en llamarles la NKVD) que terminaron en la ejecución de más de 13 mil soldados del Ejército a manos del propio Ejército Rojo, ni tampoco la abierta deserción de decenas de miles —Beevor habla de por lo menos 50 mil— que sabiendo que morirían de una forma u otra prefirieron pasarse a las filas enemigas y en muchos casos vestir uniforme alemán y combatir a su lado (los Hiwis, que en alemán es la abreviación del término Hilfswillige, que significa “Auxiliar voluntario”).

 

 

El “estratega”

 

La irracionalidad e ignorancia de Stalin en asuntos militares ya era muy conocida antes de Stalingrado. En 1937, a pesar de saber que era muy probable que su país estaría en guerra muy pronto, decidió impulsar una purga en el ejército: miles de sus oficiales y mandos superiores más talentosos y mejor formados fueron ejecutados o, benévolamente, llevados a los campos del Gulag. Así que cuando comenzó la Operación Barbarroja en junio de 1941, el Ejército Rojo era una maquinaria que en buena medida carecía de orientación táctica y estratégica.

 

Por si fuera poco, confiando ciegamente en el pacto de no agresión suscrito por Molotov y Ribbentrop en 1939, Stalin se había dedicado a desestimar y directamente desechar la información que le advertía de la inminente invasión alemana. Las decenas de avisos le parecieron una engañifa británica para que la Unión Soviética entrara a la guerra o una mera provocación para sabotear el pacto con Alemania que tantos dividendos le había dejado al apoderarse de la parte este de Polonia, algunos territorios de Finlandia y de los países bálticos.

 

En su libro La Segunda Guerra Mundial (Pasado y presente, 20120), Beevor apunta las siguientes omisiones: “Stalin rechazó los comunicados de Richard Sorge, su agente más eficaz, desde la embajada alemana en Tokio (…) La advertencia más sorprendente llegó del embajador alemán en Moscú, el conde Friedrich von der Schulenburg, hombre de convicciones antinazis que sería ejecutado posteriormente por su participación en la conjura del 20 de julio de 1944 para asesinar a Hitler. Cuando comunicaron a Stalin el aviso de von Schulenburg, el líder soviético estalló en un arrebato de desconfianza: “¡La desinformación ha llegado ya a nivel de los embajadores!”, exclamó. Incluso un día antes de que comenzara la invasión, “le hablaron de cierto desertor alemán, un excomunista que había cruzado las líneas para avisar del ataque, Stalin ordenó inmediatamente que lo fusilaran por ser culpable de desinformación”.

 

Todas las advertencias fueron ignoradas tan estúpida y tercamente que el día que las tropas alemanas cruzaron la frontera los soldados del Ejército Rojo no supieron cómo reaccionar. Y de hecho, por instrucciones de Stalin, no reaccionaron de inmediato. La madrugada del 22 de junio de 1941 Stalin fue despertado por Zhúkov para ser informado que la guerra tocaba a sus puertas. Robert Service, en su biografía del dictador, presenta nítidamente su reacción ante los hechos: “Como un escolar que rechazara el resultado de una simple operación aritmética, Stalin no podía creer lo que oía. Con la respiración agitada, le dijo refunfuñando a Zhúkov que no había que tomar medidas en respuesta. Los ejércitos alemanes no habían tenido nunca una víctima tan dócil.” Horas después, a su círculo inmediato le decía “que el estallido de las hostilidades seguramente habría tenido origen en una conspiración dentro de la Wehrmacht (…) Todavía trataba de convencerse de manera ridícula de que la situación tenía vuelta atrás: “Seguramente Hitler no sabe nada de esto». (…) Mólotov informó a Stalin: ‘El gobierno alemán nos ha declarado la guerra’. Stalin se hundió en su asiento y un silencio insoportable flotó en la sala.”

 

Pese a los enormes costos humanos y materiales que su rechazo a las evidencias había ya producido, Stalin también sería incapaz de adelantarse a los planes de Hitler antes de que comenzara la Operación Azul en junio de 1942, aun cuando la suerte le puso en la mesa los planes del enemigo. Un nítido retrato de la tozudez y soberbia que caracterizaba al máximo comandante del Ejército Rojo es referida por Antony Beevor:

 

“El 19 de junio [días antes de que diera inicio la Operación Azul], el mayor Reichel, oficial de operaciones de la 23.a división blindada, viajo en una avioneta Fieseler Storch a visitar una unidad en la línea del frente. En contra de todas las medidas de seguridad, había llevado con él una serie de órdenes precisas para la operación. La Storch fue derribada más allá de las líneas alemanas. Una patrulla enviada a recuperar los cuerpos y la documentación encontró que los rusos habían llegado primero. Hitler, al saber de la noticia, se trastornó de rabia (…) La gran ironía fue que (…) Stalin, en una reunión el 26 de junio con el general Golikov (…) lanzó los papeles a un lado furiosamente al ver que Golikov creía que eran auténticos (…) La ofensiva alemana comenzó pocas horas después.”

 

 

Sacrificio sin fin

 

Un año después de iniciada la invasión alemana, de acuerdo con el testimonio de Jrushchov, Stalin ya había empezado “a actuar ‘como un verdadero soldado’, considerándose asimismo ‘un gran estratega’. Nunca fue un general, y menos aún un genio militar, pero según Zhúkov que lo conocía mejor que nadie, aquel excelente ‘organizador desplegó su habilidad de generalísimo a partir de Stalingrado’ (…) Mikoyán [Anastás Mikoyán, por muchos años ministro de Comercio] probablemente tenga razón cuando concluye (…) que Stalin ‘entendía de asuntos militares todo lo que debería saber un político… pero nada más’”. (Simon Sebag Montefiore, La corte del zar rojo, Crítica, 2010).

 

El problema, sin embargo, era que el Vozhd confundía frecuentemente la estrategia con la propaganda. Así que aun sabiendo todo lo mortífero que sería el ataque de la Wehrmacht y la Luftwaffe sobre Stalingrado, el “héroe” de Tsaritsyn decidió que, de momento, la mayor parte de la población civil no fuera evacuada. Su razonamiento era que una ciudad viva tendría más motivación para ser defendida; así que las mujeres, ancianos y hasta los niños tuvieron que quedarse y participar de diversas actividades de defensa. Sólo días más tarde comenzaría su lenta y difícil evacuación a través del Volga.

 

Por supuesto que tampoco los alemanes se detuvieron al saber que unas 600 mil personas permanecían en la ciudad. Al contrario, contaron con los servicios de un experto en masacrar civiles desde el aire con sus vuelos rasantes: Wolfram von Richthofen, primo del famoso Barón rojo, quien venía de ser Jefe del Estado Mayor de la Legión Cóndor durante la Guerra Civil Española y de perpetrar el criminal bombardeo sobre Guernica. La experiencia de este mariscal también había dejado su terrible huella en ciudades como Varsovia y Belgrado, así que Hitler decidió que su IV Flota Aérea dejara en ruinas Stalingrado.

 

El domingo 23 de agosto unos 600 aviones de la Luftwaffe (Junkers 88, Heinkel 111 y escuadrones de Stukas) ensombrecieron mortalmente el cielo de la ciudad. Vasili Grossmann, en una de sus crónicas, escribe:

 

“Ni una sola vez en toda la guerra habían efectuado un ataque de tal intensidad. El enemigo realizó más de 1000 vuelos, descargó su furia contra las viviendas, contra los hermosos edificios del centro de la ciudad, contra las bibliotecas, contra la clínica infantil, contra los hospitales, contra las escuelas y centros de enseñanza superior. Un enorme resplandor rojo y una espesa humareda se levantaron sobre Stalingrado, extendiéndose a más de 60 kilómetros a la orilla del Volga. Una de las más bellas ciudades de la Unión Soviética fue objeto de un bombardeo monstruoso.” (Stalingrado. Crónicas desde el frente batalla, Galaxia Gutenberg, 2018).

 

 

La guerra es una maestra cruel. Miles de soldados llegaron al frente de Stalingrado con una experiencia nula y en algunos casos con una enorme ignorancia del armamento propio y el del enemigo. Pero unas cuantas semanas (y decenas de miles de muertos) después, las tropas más inexpertas podían considerarse casi veteranos. Grossman reparó en ello: “En estos combates, los hombres adquirieron una rica e intangible experiencia, que ninguna academia del mundo hubiera podido darles, ya que desde que el mundo es mundo no se ha conocido una batalla semejante”.

 

En las semanas que siguieron, el general Chuikov —encargado de la defensa de la Ciudad— se referiría con toda claridad a la ‘academia de lucha calle por calle de Stalingrado’. Él fue el militar que sin gran inspiración estratégica, pero sí con gran rudeza y sentido común, conduciría este combate de gran proximidad en el que —de acuerdo con la descripción de David M. Glantz— los rusos se “arrimarían” al enemigo como peleadores callejeros, aprovechando los escombros a que había quedado reducida la ciudad y evitando así ser blanco de nuevos bombardeos por parte de la Lufwaffe (que desde el aire no podía distinguir a unos y otros).

 

Durante toda la batalla, los alemanes confirmaron lo que ya habían visto los meses anteriores: los mandos militares rusos no escatimaban ningún sacrificio en vidas, ya fueran militares o civiles. La orden de “ni un paso atrás” los tenía francamente impresionados y no poco atemorizados, porque sabían que no sólo encarnaba la bravura real de los soldados del Ejército Rojo, sino también el sanguinario rigor de los comisarios políticos capaces de ordenar disparar contra quienes retrocedieran.

 

Desde el punto de vista militar, el meticuloso historiador David M. Glantz ha hecho la mejor síntesis de porqué la victoria rusa fue posible:

 

“La supervivencia soviética frente a innumerables desastres fue milagrosa. Ante todo, esta supervivencia subrayó la capacidad de sufrimiento de la población y de las fuerzas armadas soviéticas. Fue como si la vieja práctica médica de sangrar al paciente para restaurar la salud fuera el remedio aceptado por el gobierno soviético. Y se sangró. Bien por designio o por suerte, la hemorragia produjo resultados. A finales de 1942, aquellos que sobrevivieron habían aprendido a luchar y a menudo lucharon bien. Su sacrificio proporcionó a Stalin el tiempo necesario para la movilización industrial que, con el apoyo aliado, proporcionó a los supervivientes abundantes utensilios para emprender la guerra”. (Choque de titanes. La victoria del Ejército Rojo sobre Hitler, Desperta Ferro Ediciones, 2017).

 

“Soldados con falda”

 

Fue tal la exigencia del esfuerzo bélico y la determinación del pueblo ruso de sacar a los invasores de su territorio, que las mujeres no podían sino jugar un papel central en todos los ámbitos: el de la producción agrícola, en la industria, en los servicios de las grandes ciudades y —la mayor novedad histórica en el siglo XX— en la batalla misma.

 

“¿Os acordáis, chicas? Íbamos en los vagones de mercancías… Los soldados se burlaban de cómo sujetábamos los fusiles. No lo hacíamos de la manera en que se suele sostener un arma, sino… Ya no soy capaz de reproducirlo… Igual que cogíamos a nuestras muñecas…” (Svetlana Aleksiévich, La guerra no tiene rostro de mujer, Debate, 2015)

 

Cuando los alemanes descubrieron que eran mujeres las que estaban derribando sus aviones, disparando contra sus tanques y matando a sus oficiales, las llamaron despectivamente “soldados con falda”, pero tuvieron que guardarles profundo respeto en el combate.

 

“En mi familia no había niños… Éramos cinco hermanas. Nos informaron: ‘¡La guerra!’. Yo tenía un gran oído musical. Soñaba con matricularme en el conservatorio. Decidí que mi don sería útil en el frente, que sería soldado de transmisiones.

 

“Nos evacuaron a Stalingrado. Cuando comenzó la batalla de Stalingrado, todas nos alistamos como voluntarias. Todas juntas. Toda la familia: mi madre y nosotras, las cinco hermanas. Mi padre para entonces ya combatía en el frente…” Antonina Maksímovna Kniáseva, cabo mayor, enlaces y transmisiones. (La guerra no tiene rostro de mujer).

 

Hacían de todo y vieron y vivieron cada uno de los horrores. Dejaron de menstruar por el miedo y la tensión, aprendieron a disparar y lanzar granadas, fueron temerarias pilotos de aviación, tanquistas, extraordinarias francotiradoras… La experiencia y voz de las mujeres rusas es fundamental para comprender no sólo el desarrollo de la batalla de Stalingrado sino toda la guerra. Su desenlace jamás habría sido el mismo sin la participación de estas madres e hijas en las interminables jornadas de las fábricas de armas, en los hospitales, en el frente de batalla y en todos los sitios donde su esfuerzo fue necesario.

 

Se ha dicho que a las orillas del Volga la blitzkrieg se detuvo para sufrir una metamorfosis que alemanes y soviéticos conocieron por igual: la rattenkrieg, que suponía un enfrentamiento donde el terreno hacía que los soldados tuvieran que moverse, lo mismo para matar que para vivir, como roedores. Sin embargo, una chica descubrió un sentido más puntual para esta:

 

“De la guerra no recuerdo ni gatos, ni perros. Solo recuerdo ratas. Ratas grandes… Con unos ojos de color amarillo y azul… Las había a mares. Me recuperé de la herida y en el hospital me enviaron de vuelta a la unidad. Me tocó una unidad en las trincheras, a las afueras de Stalingrado. El comandante ordenó: “Acompañadla a la choza de chicas”. Entré y me sorprendió descubrir que dentro no había nada. Las camas vacías hechas con ramas de pino y ya está. No me avisaron… Dejé mi mochila y salí. Cuando regresé media hora más tarde, ya no encontré la mochila. No había ni rastro de mis cosas, ni el peine, ni el lápiz. Resulta que las ratas se lo habían jalado en un instante…” (La guerra no tiene rostro de mujer).

 

Tamara Stepánovna Umniáguina, cabo mayor de Guardia, técnica sanitaria, le contó a Svetlana Aleksiévich cómo se vivió la batalla desde dentro del Ejército Rojo. Es uno de los relatos más crudos y conmovedores de su libro:

 

“Todo ardía; en el río Volga, por ejemplo, incluso el agua ardía. Era invierno, y el río ardía en vez de congelarse. Todo estaba en llamas… En Stalingrado no quedó ni un solo centímetro de tierra que no estuviera impregnado de sangre humana… Rusa y alemana. Y de gasolina… De lubricantes… Allí todos entendimos que no había adónde retroceder, de ninguna manera podíamos retroceder: o moríamos todos (el país, el pueblo ruso), o vencíamos. Llegó un momento en que todos lo teníamos claro. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabíamos. Tanto un general como un soldado raso…

 

“Llegaban los reemplazos. Eran unos muchachos jóvenes, llenos de vida. Yo les miraba antes del combate y sabía de antemano que perderían la vida. La gente nueva me asustaba. Evitaba acercarme a ellos, hablarles. Porque acababan de entrar en la unidad y desaparecían demasiado pronto. No duraban más de dos o tres días… Antes de entrar en combate les miraba, les miraba… Era 1942, el momento más grave, más difícil. Una vez, de trescientas personas, sólo quedamos diez para ver caer la noche. Cuando la batalla se apaciguó y vimos que éramos tan pocos, nos besamos y lloramos porque de pronto nos dimos cuenta de que estábamos vivos. De que éramos como una familia”.

 

Y la misma Tamara Stepánovna cuenta cómo en medio del horror hubo siempre tiempo para la compasión, para aquello que en el límite nos recuerda que somos seres humanos:

 

“En Stalingrado… Una vez llevé a dos heridos al mismo tiempo. Cargaba con uno, le arrastraba unos metros, y luego volvía a por el otro. Los alternaba porque los dos estaban muy graves, resultaba impensable dejarlos, y los dos, a ver cómo se lo explico, ambos tenían las piernas destrozadas muy por arriba, se estaban desangrando. En esos casos, cada minuto cuenta. De pronto, cuando ya me había alejado un poco de la batalla y el humo se había dispersado, descubrí que estaba arrastrando a un tanquista de los nuestros y a un alemán… Me quedé petrificada: nuestros soldados morían y yo salvando a un alemán. Sentí pánico… En medio del combate, con la densa humareda, no me había dado cuenta… El hombre se estaba muriendo y gritaba… “Ah, ah, ah…” Los dos estaban quemados, negros. Iguales. Pero ahora ya lo veía con claridad: una chapa distinta, un reloj distinto, todo era ajeno. Y ese maldito uniforme. “¿Qué hago ahora?” Arrastraba a nuestro herido y pensaba: “¿Vuelvo a por el alemán o no?”. Comprendía que si le dejaba, pronto moriría desangrado… Regresé a por él. Y continué arrastrando a los dos…

 

“Fue en Stalingrado… El combate más terrible. Más que cualquier otro. Querida mía… Es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor. El ser humano tiene un solo corazón, y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío”.

 

 

Francotiradores y leyendas

 

Entre los antiguos griegos predominaba una ética militar heroica que veía como innobles las armas manipuladas desde lejos. El filólogo clásico Javier Murcia dice que en la obra de Homero los arcos y flechas aparecen “en contextos traicioneros, como la flecha que lanza Pándaro contra Menelao en plena tregua (canto IV de la Ilíada). Y está asociada a París, el hermoso pero cobarde hijo de Príamo (…) como dijo un espartano prisionero de los atenienses, ‘las flechas no saben distinguir a los cobardes de los valientes’”. (De banquetes y batallas, Alianza Editorial, 2007).

 

Pero en Stalingrado lo heroico en su sentido clásico rivalizaba siempre con la sobrevivencia. Y entre las ruinas y escombros, los defensores de la ciudad encontraron que disparar a decenas o cientos de metros de distancia con un rifle de mira telescópica iba a resultar una de las mejores formas de mantener a raya a los invasores. Surgieron entonces varios francotiradores muy celebrados, encabezados por Vasili Záitsev, quien se convirtió en una auténtica leyenda viviente gracias a la propaganda soviética.

 

Las Memorias de un francotirador en Stalingrado (Crítica, 2014), escritas por el propio Záitsev, desmiente la famosa versión cinematográfica (Enemy at the gates —“Enemigo al acecho”— dirigida por Jean-Jacques Annaud) de su duelo con un francotirador alemán, pero de todas formas plantea que “los mandos de la Wehrmacht estaban seriamente preocupados por los daños infligidos por nuestros francotiradores, y que un tal mayor Konings, director de la escuela de francotiradores de la Wehrmacht en las afueras de Berlín, había sido enviado a Stalingrado con el exclusivo propósito de liquidar al (…) ‘gran conejo’ ruso”, es decir, a él.

 

Záitsev volcó en la cacería de Konings toda su experiencia hasta que encontró que en “una zona de terreno llano justo delante de la línea de los nazis (…) había una plancha de hierro junto a una pila de ladrillos rotos”. Ahí, determinó el francotirador ruso, debía estar el enemigo. Y ahí se quedaron en guardia él y su pareja de combate, Kúlikov. “Fue una noche gélida”. Al día siguiente, “algo brilló bajo el borde de la plancha de hierro; ¿Sería un fragmento de cristal cualquiera o la mira de un fusil?”. Después de tenderle una trampa moviendo el casco de Kúlikov, “apreté el gatillo y la cabeza del nazi desapareció (…) La tensión de la caza se había roto”.

 

Sin embargo, Antony Beevor pone en duda esta versión: “La mira telescópica del fusil de la presa, presuntamente el trofeo más preciado de Záitsev, se expone todavía en el museo de las fuerzas armadas de Moscú, pero esta espectacular historia es poco convincente en lo fundamental. Vale la pena advertir que no hay ninguna mención en los informes a Shcherbakov [Alexander Shcherbakov era el jefe del departamento político del Ejército Rojo, alguien que conocía hasta los últimos detalles de cada operación], aunque casi todos los aspectos de la actividad de los francotiradores eran descritos con gusto”.

 

En todo caso, Záitsev no fue el francotirador que se cobró más vidas en Stalingrado. Al parecer, el récord de esta lúgubre disciplina era de Anatoli Chéjov (con 256), un personaje que según una crónica de Grossman, había sido un muchacho al que le “daba lástima disparar contra todo ser viviente”, pero al que la guerra hizo desear que “los alemanes no anduvieran por Stalingrado con el cuerpo erguido, ansiaba hacerles morder el polvo, clavarlos en la tierra. Y lo consiguió…”. Más adelante, en la batalla de Kursk, Chéjov perdería las dos piernas.

 

 

“El tiempo no tiene importancia”

 

Hubo un momento, hacia octubre, en el que las tropas del VI Ejército controlaban la mayor parte de Stalingrado; pero para el general Friedrich Paulus estaba claro que al concentrarse en el objetivo del Führer (tomar la ciudad a toda costa) descuidaban sus débiles flancos.

 

“A partir de mediados de octubre de 1942 —escribió el mismo Paulus— fueron observados desde tierra y aire intensos movimientos de tropas enemigas (…) Estos movimientos fueron interpretados como preparativos para una gran ofensiva cuyo primer objetivo debía ser aislar las unidades alemanas (…) A pesar de haber informado al Alto Mando del ejército de estos preparativos ofensivos por parte de los rusos, ordenó aquel que continuaron los ataques para la ocupación de Stalingrado, haciendo caso omiso de las objeciones del VI Ejército”. (Stalingrado y yo, Editorial Mateu, 1960).

 

El 8 de noviembre, Hitler presumía en un discurso que Stalingrado estaba por caer: “… estamos bastante contentos, ¡casi la tenemos! Quedan sólo un par de parcelas. Algunos dicen: ¿por qué no están combatiendo más rápido? Es porque no deseo un segundo Verdún, y prefiero en cambio hacer el trabajo con pequeños grupos de asalto. El tiempo no tiene importancia. No están subiendo más barcos por el Volga. ¡Y ese es el punto decisivo!”

 

En su infinita sinrazón, Hitler anunció con alegría que el Volga estaba congelándose, sin entender que con la llegada del invierno a su VI Ejército le quedan sólo unas cuantas semanas de vida. Ignorando la amenaza, nuevamente ordena atacar con todo la ciudad. “El Alto mando —escribe Paulus— se dejaba llevar por ilusiones y fantasías, muy en perjuicio de la tropa, al insistir en que el objetivo principal continuara haciendo la conquista total de Stalingrado, en tanto que lo único acertado en aquella situación hubiese sido lanzar todas las fuerzas disponibles a la protección del flanco y ponerse a la defensiva contra la ofensiva de invierno rusa”. Dicha ofensiva fue conocida como Operación Urano y consiguió, entre el 19 y el 23 de noviembre de 1942, rodear al VI Ejército.

 

Consumada la Operación Urano, Paulus envía un desesperado radiotelegrama al Führer: “No hemos podido evitar el cierre del cerco por el oeste y sudoeste (…) Tanto las municiones como el combustible se terminan (…) El ejército camina rápidamente hacia su aniquilamiento (…) es necesario retirar sin pérdida de tiempo todas las unidades que luchan en Stalingrado y fuertes contingentes del frente norte. La consecuencia inmediata ha de ser romper el frente en dirección sudoeste puesto que es del todo imposible defender los frentes este y norte. Perderemos mucho material pero salvaremos a la mayoría de los combatientes…” En su delirio, Hitler ordenó resistir hasta el último hombre.

 

El 16 de diciembre, en Kurinsky, el escritor y oficial del ejército alemán, Ernst Jünger (quien había dejado por unas semanas su dorada y tranquila estadía en París para recorrer parte del Frente Oriental), reflexiona en su diario sobre la suerte que aguarda al VI Ejército:

 

“El secreto de La odisea y de su influencia está en que ofrece una parábola del camino de la vida. Detrás de la imagen de Escila y Caribdis se esconde una protofigura. El ser humano sobre el que pesa la cólera de los dioses se mueve entre dos peligros, cada uno de los cuales intenta sobrepasar en horror al otro. Así, en las batallas de cerco el ser humano se encuentra entre la muerte en combate y la muerte en cautiverio. Ve que su vida depende de aquel estrecho y espantoso desfiladero que queda entre esas dos clases de muerte”. (Radiaciones. Diarios de la Segunda Guerra Mundial, Vol. 1, Tusquets, 1989).

 

El VI Ejército: “un final napoleónico”

 

El primero que hace el movimiento es el “invitado”, el último es el “anfitrión”. El “invitado” lo tiene difícil, el “anfitrión lo tiene fácil”. Cerca y lejos significan desplazamiento: el cansancio, el hambre y el frío surgen del desplazamiento.
Tsun-Tzu

 

Entre los muchos testimonios de mujeres combatientes recogidos por Svetlana Aleksiévich, hay uno que presenta el paisaje escalofriante que estaba dejando la batalla:

 

“En las afueras de Stalingrado había tantos muertos que los caballos ya no los temían. Normalmente se asustan. Un caballo nunca pisará a un muerto. Recogimos a nuestros muertos, pero los alemanes estaban desperdigados por todas partes. Estaban congelados… Trozos de hielo… Yo era conductora, llevaba las cajas con las granadas y oía cómo debajo de las ruedas crujían sus cráneos… Sus huesos… Y me sentía feliz…”

 

El general Paulus era un estudioso de la campaña de Napoleón de 1812. Por eso, cuando supo que estaba cercado por el Ejército Rojo, las palabras de su jefe de estado mayor, Arthur Schmidt, pronosticando que el del VI Ejército “iba a ser un final napoleónico”, lo aterraron particularmente.

 

Ya desde su primer invierno en Rusia en 1941, los alemanes habían descubierto que luchaban contra un Ejército Rojo que —a pesar de todas sus derrotas— distaba mucho de ser el portero de ese “edificio podrido” que según Hitler se vendría abajo apenas tiraran la puerta de una patada. Pero a la certeza de que combatían a un enemigo cada vez más poderoso, se sumó en 1942 el temor atávico que toda fuerza militar ha tenido desde hace siglos al llamado “General Invierno”. Cuando la temperatura descendía por debajo de los -20°, el fantasma de las derrotas de Carlos XII o Napoléon se paseaba por toda la tropa.

 

De acuerdo con las memorias del general Armand de Caulaincourt, Duque de Vicense, fue en el invierno de 1812 que Napoléon reconoció: “gané a los rusos cada vez, pero eso no me lleva a ninguna parte”. Y esa frase del “genio militar” (protagonista de uno de los desastres militares más grandes de la historia) cobró su verdadero significado cuando sus tropas tuvieron que recurrir a los muebles para hacer fogatas con las cuales calentarse y a la carne podrida de caballo para intentar sobrevivir llenos de piojos y enfermos de tifus. Un escenario que 130 años después el VI Ejército vio con estupor que se reproducía, quizá con mayor dramatismo si se considera que no tuvieron oportunidad de huir (y cuando la tuvieron se les ordenó quedarse).

 

Cerrada la pinza del Ejército Rojo, la falaz promesa de Göring al Führer (hecha seguramente bajo los efectos de una mayor dosis de morfina) de que haría llegar alimentos y suministros militares al VI Ejército mediante un puente aéreo, tranquilizaba sólo a los más ingenuos. Después vendría la Operación Tormenta de Invierno con la cual el mariscal Erich von Manstein intentaría abrir un corredor desde el suroeste para salvar al VI Ejército, pero se quedó a unos kilómetros de conseguirlo.

 

En Alemania, Hitler instruyó a Goebbels para que nadie conociera la verdad del desastre que se vivía. Su propagandista se encargó de hablar de la situación del VI Ejército con desinformación, vaguedades y mentiras flagrantes. Pero entre los oficiales y soldados la verdad se comenzaba a saber. Si hubo un momento en que la elite militar alemana pudo haber dado un giro en sus lealtades para evitar el desastre no sólo del VI Ejército sino de la Wehrmacht en su conjunto, era este. Varios militares antinazis, como el mariscal de campo Hans Günther Von Kluge, conspiraron para hacerle ver al mariscal Von Manstein (pariente de Hindemburg) que él tenía todo el apoyo y reconocimiento necesarios para poner fin a la locura de Hitler, pero Manstein no aceptó. Cuando se le preguntó quién podría ser “el Salvador de la patria” frente a una derrota total, se apresuró a contestar: “seguro yo no”. Un tiempo después precisaría: “los mariscales de campo prusianos no se amotinan”.

 

El 30 de enero Hitler nombró a Paulus mariscal de campo con la intención de que no se rindiera, puesto que hasta ese momento nadie con ese rango lo había hecho. Dos días después, con más de 90 mil hombres famélicos, enfermos, enloquecidos y en harapos, Paulus se rendiría para dar formalmente un vuelco definitivo a la guerra. Al permitir el sacrificio de su VI Ejército, Hitler perdería para siempre la iniciativa y, finalmente, la guerra, pero hubo que esperar todavía más de dos años de devastación apocalíptica.

 

Pocos lo entendieron de inmediato, pero la suerte del VI Ejército sería el preludio del desastre que viviría toda la Wehrmacht. Y entre las ruinas, sólo algunos serían capaces de cuestionarse, a la manera del historiador John Keegan, “cómo la mayor institución alemana, el instrumento por el que el Estado había sido creado, engrandecido, unificado y sostenido, el templo de la filosofía militar universal y la maison mère [cuartel general] de los ejércitos modernos del mundo, había confiado su destino a los instintos sonámbulos de un simple cabo mensajero de batallón. (La máscara del mando. Un estudio sobre el liderazgo, Turner, 2015).

 

80 años después

 

Muchos crecimos viendo las películas rusas sobre las grandes batallas del Ejército Rojo y los enormes sufrimientos causados al pueblo ruso por los nazis, enmarcados en lo que inteligentemente Stalin ordenó llamar la “Gran Guerra Patria”, evocando aquella otra en la que se derrotó a las tropas de Napoleón y buscando despertar todo el patriotismo histórico contenido en esa fórmula (ajena por completo al argot marxista-leninista).

 

No pocas de esas cintas y documentales transitan por las rutas exageradas de la propaganda. Pero ni siquiera los excesos de estas consiguen desvirtuar la inmensa cuota de heroísmo y penalidades, a partes iguales, que tuvo que aportar el pueblo ruso para vencer a los invasores alemanes. Hace años todo esto se redondeaba en unos 20 millones de muertos en conjunto, pero los estudiosos más serios de hoy consideran por lo menos 27 millones y no faltan los cálculos no oficiales que hablan de más de 30 y hasta 40 millones. La verdad en este punto, como en tantos otros, quizá nunca se conozca.

 

Sin embargo, tal y como lo escribe Constantine Pleshakov, el Kremlin supo cómo utilizar y capitalizar en su beneficio el trauma de la guerra y sus calamidades “para mantener a su pueblo a raya: por extrema que fuese la escasez de alimentos o por más que las libertades civiles brillasen por su ausencia, a los ciudadanos soviéticos se les recordaba constantemente que la guerra era mucho peor. Nació así toda una industria de películas, canciones y novelas de tema bélico que el gobierno explotó descaradamente con el fin de inventar excusas que justificasen sus múltiples carencias. Los 27 millones de vidas perdidas durante la guerra se transformaron en pura propaganda y fueron manipuladas para conquistar la obediencia de los supervivientes. (La locura de Stalin. Los 10 primeros días de la Segunda Guerra Mundial en el Frente Oriental, Paidós, 2007).

 

Existe por supuesto la certeza histórica de que Stalingrado en particular representa la más grande batalla de toda la guerra y aun del siglo XX. Quienes la vivieron no podían sino suponer con optimismo que al ganarla todo sería diferente; en el futuro, creían, Stalin tendría que valorar a su pueblo y aflojaría necesariamente la represión sobre millones de ciudadanos. Pero no fue así. Personajes como Vasili Grossman, en la esfera intelectual, así como millones de rusos de a pie, muy pronto se desengañaron acerca de cómo había transcurrido la guerra realmente: no la guerra contra los alemanes, de la que ellos eran testigos, sino la guerra que siempre mantuvo Stalin contra su propio pueblo y de la que casi no se supo nada durante muchos años aunque cobró otros millones de víctimas.

 

“Pensábamos que después de la guerra todo cambiaría —dice una de las mujeres entrevistadas por Svetlana Aleksiévich. Que Stalin confiaría en su pueblo… La guerra aún no había acabado, pero ya había trenes dirigiéndose a Magadán [un campo de trabajos forzados] Trenes llenos de vencedores… Arrestaron a todos los que alguna vez habían caído prisioneros de los alemanes, a los que habían sobrevivido a sus campos de concentración, a los que los alemanes habían utilizado como mano de obra… A cualquiera que había visto Europa. A los que podían contar cómo vivía la gente en otras partes. Sin los comunistas. Cómo eran allí las casas y las carreteras. Que allí no había koljós… Después de la guerra, todos cerraron el pico. Vivían en silencio y con miedo, igual que antes de la guerra…”

 

Incluso en medio del apremiante esfuerzo bélico, el camarada Stalin se daba el lujo de distraer enormes recursos humanos y materiales para mantener engrasada su maquinaria de terror contra la disidencia interna. Alexander Solzhenitzyn cuenta que “en 1943 se produjo en Ust-Sysolska una evasión masiva tras un motín. Huyeron a la tundra, comieron bayas. Los avistaron desde unos aviones y los ametrallaron.” (Archipiélago Gulag, T.II, Tusquets, 2005). En esto, como en muchas otras cosas, Stalin era tan irracional como Hitler, quien hasta el último momento, cuando su debacle militar exigía más hombres en los campos de batalla no en los de exterminio, siguió ocupando a miles de soldados en esa infernal empresa.

 

Otra mujer recuerda:

 

“Mi marido, caballero de la Orden de la Gloria, fue condenado a diez años de trabajos forzados después de la guerra… Así era como la Patria recibía a sus héroes. ¡A los vencedores! Lo único que hizo fue escribir a su compañero de universidad y contarle que le costaba sentirse orgulloso de nuestra Victoria: habíamos abarrotado de cadáveres nuestro terreno y el ajeno. Lo habíamos bañado en sangre. Enseguida le detuvieron… Le quitaron las hombreras…” (S. Aleksiévich).

 

El heroísmo y sacrificio del pueblo ruso ante la invasión alemana es una faceta bien conocida. Pero el heroísmo y sacrificio de ese mismo pueblo ante la dictadura estalinista y sus herederos han estado ocultos por muchos años, y cuando por fin, luego de la breve apertura que vino con la Perestroika, se estaban explorando múltiples archivos y testimonios de la posguerra, el régimen de Vladimir Putin ha decidido retomar abiertamente la senda totalitaria vía un nacionalismo exacerbado que vuelve a sobreexplotar propagandísticamente pasajes históricos como la batalla de Stalingrado. Su narrativa no puede ser más perversa y maniquea: el mismo ejército que derrotó a los nazis hará lo propio, en la guerra que hoy se libra, con el gobierno “fascista” de Ucrania.

 

¿Qué fue entonces Stalingrado? Heroísmo sin necesidad de superlativos, punto de inflexión, resistencia, humillación, el placer de un cigarro liado con papel del Pravda, venganza, descubrir que alguien acaba de morir por los piojos que huyen del cuerpo frío, catástrofe sin igual, sangre y aceite en la nieve, implosión totalitaria, miedo paralizante, propaganda extrema, tragedia y aun mil cosas más imposibles de definir ochenta años después.

 

Siendo tantas cosas simultáneamente, Stalingrado es quizá sobre todo esa suerte de recordatorio que ha conseguido expresar la premio Nobel Svetlana Aleksiévich (aquí multicitada, porque su lectura es indispensable):

 

“En la guerra, el ser humano está a la vista, se abre más que en cualquier otra situación, tal vez el amor sería comparable. Se descubre hasta lo más profundo, hasta las capas subcutáneas. Las ideas palidecen ante el rostro de la guerra, y se destapa esa eternidad inconcebible que nadie está preparado para afrontar. Vivimos en un marco histórico, no cósmico”.

 

FOTO: La Fuente Barmaley, en Stalingrado, fotografiada al finalizar la batalla/ Especial

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