Fulgor y suicidio de Allende

Sep 30 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1747 Views • No hay comentarios en Fulgor y suicidio de Allende

 

Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El 12 de septiembre de 1973 todos los periódicos del mundo informaron que Salvador Allende, viendo imposible seguir resistiendo al bombardeo del Palacio de La Moneda, se había suicidado. La versión fue confirmada por la Tencha Allende, su viuda. Empero, poco tiempo después, Fidel Castro mandó corregir el cuadro, presentando a un presidente constitucional acribillado por los golpistas. Siendo Cuba un país de suicidas —como lo contó, en su día y con minucia, Guillermo Cabrera Infante— el suicidio de Allende, quien se mató con un AK-47 que el propio tirano caribeño le regaló, incomodaba profundamente a Castro. Hoy, empezando por la opinión de su hija, la senadora Isabel Allende Bussi (sólo pariente de la novelista oriunda de Lima), el suicidio de Allende se da por hecho comprobado.

 

Me tocó asistir a una de las conmemoraciones que realizadas en Santiago de Chile el pasado 11 de septiembre, cumplidos los 50 años de un cuartelazo que sigue dividiendo a la sociedad chilena, a pesar de que los últimos cuatro presidentes sobrevivientes del país, junto a Gabriel Boric (buen lector de Daniel Mansuy), el actual mandatario, firmaron una declaración solemne con su anhelo de que nunca más vuelva a repetirse semejante quebrantamiento. Y el libro más comentado de las conmemoraciones, ha sido precisamente el de Mansuy (Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular, Taurus, 2023), que no es el primero ni tampoco el más completo acerca de los Mil Días de Allende, pero coloca al suicidio del presidente en el nudo argumental del drama.

 

Raro libro el de Mansuy, hombre de la derecha y personero del Opus Dei, nacido un lustro después del golpe. Admira y respeta a Allende; se demora ante la solemnidad de su gesto suicida, ratificando que pocas figuras las hay más trágicas en la historia moderna de América Latina, y se abstiene Mansuy de juzgar peyorativamente —a diferencia de tantas obras de la izquierda, desde hace décadas— a la Unidad Popular (UP), como si permeara su trabajo la heredada culpabilidad de la derecha más extrema. Mansuy, desde luego, cuenta cómo Allende, sólo apoyado por los moderados comunistas, hizo “casi” todo lo que pudo para evitar la sedición.

 

Habiéndole impedido gobernar a Allende, el mefistofélico Carlos Altamirano, jefe del Partido Socialista, concluyó años después: a diferencia de su presidente, él creía que medios distintos llevaron a fines distintos. Aquella vía pacífica al socialismo (y de ello tomaron nota los comunistas italianos) no podía triunfar: gobernaron sin tomar nunca el poder. En octubre de 1973, un mefistofélico de un espíritu del todo distinto al de Altamirano, Alejandro Rossi, había anotado desde Plural, en México, ante la muerte de Allende: “Para realizar el bien hay que hacer el mal, los medios usurpan a los fines, la utopía de hoy es la cárcel del mañana” porque “la conclusión es seca e imponente: toda acción es ambigua”.

 

En ese “casi” radica toda la tragedia de Allende, figura paradójica, quien murió atrapado en la tensión no resuelta entre su larga carrera como parlamentario seductor, apegado hasta el tuétano a los usos y costumbres consensuales de una democracia ejemplar y a la vez fascinado con el régimen de La Habana, al cual visitaba, como quien va a La Meca, cada año. Ese amor por Castro —quien a disgusto ante el camino elegido por Allende se sirvió de él inescrupulosamente— tuvo una consecuencia política nefasta: la tolerancia, rayana en la complicidad, del presidente chileno con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), jóvenes castristas a los cuales toleraba toda clase de desmanes desestabilizadores, creyendo —inocente, soberbio y frívolo— que podía pactar con los militares constitucionalistas y con la Democracia Cristiana (DC), para evitar la guerra civil, al mismo tiempo que se declaraba incapaz de ponerle un límite a la ultraizquierda.

 

La lectura de Mansuy arroja que, weberianamente, Allende perdió el norte entre la moral de la responsabilidad y la moral de las convicciones. Dos religiones peleaban en su alma: por un lado, trataba de salvar a la democracia chilena, en la que creía sin mácula; por otro, lo cegó su romance con la Revolución cubana y sus catecúmenos miristas. Permitió Allende que Castro, en un hecho insólito ocurrido poco antes del verano austral de 1971, se paseara agitando por todo Chile, ante el estupor de un 70% de la población desafecta a la UP. Nunca debe olvidarse que Allende fue electo apenas con el 36.63% de los votos y su victoria sólo fue convalidada por el tercero en discordia, el progresista cristiano Radomiro Tomic, quien lo hizo firmar compromisos democráticos sólo cumplidos a medias por Allende.

 

Si se tiene en cuenta que la UP, en marzo de 1971, había frisado el 50% de los votos en las elecciones municipales, es evidente que los primeros meses allendistas, notorios por su crecimiento económico, estaban creando una mayoría de izquierdas más allá de los partidos marxistas, pero, paradójicamente, al sumarse los demócrata cristianos más radicalizados a la UP, dejaron a Allende sin interlocutores de peso en el llamado, allá, “partido falangista”.

 

Vino después el desgobierno financiero de la UP, las expropiaciones del MIR, la irritación callejera de una clase media profundamente conservadora, el ruido de sables alentado por Washington, la indiferencia soviética ante el destino de Allende y, finalmente, un golpe de Estado que contó con la anuencia de buena parte de los chilenos, un tercio de los cuales —encuestados hace un mes— lo siguen considerando inevitable y benéfico. Es cierto que los pavorosos crímenes del general Pinochet no hacen del presidente caído un buen gobernante, como se ha insinuado para refutar la propaganda salida del Palacio Nacional, en México. Pero también debe insistirse en que los “errores de Allende”, como afirma Rafael Rojas en Letras Libres, no justifican el atroz final de su régimen.

 

No da igual cómo murió Allende, insiste Mansuy. “El suicidio”, dice, “es muy distinto al homicidio, pues deja ver con mucha nitidez cuán radical fue la decisión de Allende, que estuvo dispuesto a darse la muerte antes de ser humillado por los militares. Por un lado, reafirma su decisión libre: no es una víctima pasiva, sino un agente consciente de sus actos hasta el último instante”.

 

El suicidio no es cristiano y leer de esa forma el de Allende resultó errático; al negarlo, dice Mansuy, la izquierda quiso “una pasión de Cristo secularizada”. Su autoinmolación, en cambio, forma parte de otra tradición, además de romana y republicana, muy chilena, la de un Allende más francmasón que leninista. El ejercicio de esa libertad, incomprensible para el jesuitismo de Fidel Castro nubló, durante décadas, lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Quien sabe si aquel régimen habría conservado la libertad para los chilenos. Pero es un hecho que el libre albedrío dio fin a la vida del presidente traicionado. Un Rossi extrañamente brechtiano no habría estado de acuerdo conmigo en ver a Salvador Allende como un héroe a la Cicerón, porque, nos apresuraba, hace 50 años, a escapar de los héroes, tenidos —mala cosa— por la “única categoría a la altura de nuestras emociones”.

 

 

 

FOTO: Salvador Allende saluda desde un vehículo mientras el general Augusto Pinochet cabalga a la izquierda en Santiago, Chile. Crédito de imagen: Archivo AP

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