La boca abierta de Maiakovski

Ago 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 1713 Views • No hay comentarios en La boca abierta de Maiakovski

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Del millón de cosas que arrojó la desintegración de la Unión Soviética, la cual este año habría cumplido un siglo, una de ellas me perturbó especialmente: la fotografía del cadáver aún tibio de Vladímir Maiakovski, dispuesto en un diván de su habitación, una vez que el 14 de abril de 1930 se disparó un tiro en el corazón. La imagen se traspapeló en el expediente sobre el suicidio del más célebre de los poetas soviéticos y fue encontrada en los archivos secretos de Yezhov. A ese eficaz asesino, fue a quien Stalin le ordenó, apenas en 1935, la veloz rehabilitación de Maiakovski, cuyo suicidio, calificado por la asociación de escritores proletarios como “un acto de soberbia individualista”, provocó que lo bajaran temporalmente del iconostasio comunista.

 

En nuestra lengua, del herético Revueltas (quien aún en 1978 apostaba por una libertad artística capaz de crear —en los regímenes comunistas— las condiciones para que no volviera a “suicidarse Maiakovski”) al jerezano Bonilla (Prohibido entrar sin pantalones, 2013), quienes han meditado o novelado sobre Maiakovski, coinciden en la naturaleza anticipatoria de su suicidio. El temperamento rebelde y atrabiliario del poeta nacido en la Georgia oriental, en 1893, lo estaba volviendo del todo intolerante al realismo socialista a punto de imponerse y los comisarios culturales, a su vez y en pocos años, lo habrían sacrificado junto a tantos otros poetas y artistas soviéticos.

 

El punctum de la foto, como diría Barthes, lo encuentro en la boca abierta del poeta, que nadie se atrevía todavía a cerrar; el siniestro recuerdo lo reproduce el sueco Bengt Jangfeldt, en Mayakovsky. A Biography (2007 y 2014), mismo biógrafo quien no hace mayor comentario de la visita del bardo a México, tres semanas a partir del 9 de julio de 1925, que cayó en jueves. Ese viaje, puesto en paralelo con los que hiciera el poeta mexicano Efraín Huerta a principios de la década de los años 50 por el entonces llamado bloque socialista, es la materia de Guerras floridas (Universidad Veracruzana, 2021), de Rodrigo García Bonillas.

 

Lee aquí un fragmento del libro Guerras Floridas 

 

Bien documentado, con citas en ruso y fuentes alemanas, trabajo serio de un investigador acucioso, Guerras floridas es uno de sus escasos libros en que el tema le queda chico al autor, quien hubiera merecido ocuparse de algo más sustancioso porque sólo en el contexto de una obra mayor (entiendo que es un work in progress del veracruzano García Bonillas), se justifica un libro sobre las andanzas de Maiakovski y de Huerta. Es decir, a diferencia de otros de los visitantes al México posrevolucionario —antes del ruso, Lawrence dejó como testimonio nada menos que una novela como La serpiente emplumada, y después de él, Artaud relató su fallido viaje iniciático a la Sierra Tarahumara— poco o nada le inspiró México a Maiakovski. En poemas y crónicas, más allá de los “murales comunistas” de Rivera (tenían en Ehrenburg un amigo en común) y de los tópicos antiimperialistas que el soviético fue a corroborar —allí sí, admirado— en Nueva York, sorprende la flojera mental del vanguardista, a quien, por cierto, Deniz, al traducirlo para Plural en 1972, lo presentó como uno de los peores poetas del mundo. Otra conexión entre México y Maiakovski.

 

Pero me sorprendió (y no sólo por ello agradezco la lectura de Guerras floridas) que el temperamento “cubofuturista” de Maiakovski lo conservara ajeno a la melancólica religiosidad que uniría, acaso, a mexicanos y rusos, piadosos, fanáticos y alcohólicos, supuesta identidad ausente en el autor de La nube en pantalones (1915). Ya está en el poeta, por cierto, la imagen del mexicano para quien “moverse no es lo suyo”, inmovilidad somnolienta divulgada por el Conde de Keyserling en sus Meditaciones suramericanas, de 1932.

 

Los juicios y prejuicios de Maiakovski sobre América —la norteña y la latina— son los habituales en los europeos de su época (lo cual indica que no todos los rusos a punto de suicidarse eran entonces existencialistas cristianos del estilo de Chestov o Berdiáyev) y su poco disimulado desprecio por los mexicanos (que escandalizaba todavía en 1955, según testimonio de Pitol recogido por García Bonillas) lo deja, en efecto, como un modernizador bolchevique.

 

Así como el de Maiakovski a México entraría en el género de los no-viajes, su encuentro con el poeta proletario Carlos Gutiérrez Cruz (nacido en 1897 y muerto, tísico, el mismo año que Maiakovski), forma parte de las no-polémicas. Gracias a Guerras floridas sabemos que Gutiérrez Cruz era un tolstoiano en trance de bolcheviquización, creyente en Jesucristo como el primer comunista, lo cual repugnó al soviético. Más interés tiene, finalmente, lo escrito por Balmont tras su visita a México en 1905, recogida y comentada por Schneider en Dos poetas rusos en México: Balmont y Maiakovski (1973), la inspiración original de García Bonillas.

 

El periplo de Huerta por Checoslovaquia, la URSS, Polonia y Hungría entre 1952 y 1953 dice tan poco sobre aquel imperio como Maiakovski sobre México un cuarto de siglo atrás. En nombre de la Paz, el eje de la propaganda comunista durante la Guerra fría, Huerta, uno de los grandes poetas mexicanos, escribe las consabidas loas a Stalin en las que incurrieron tantos talentos de su envergadura, siendo, actualmente, la parte más deleznable de su obra. Salvo por algunos bonitos versos caucasianos, lo interesante en esos poemas viajeros de Huerta (lo ha dicho su hijo y exégeta, el poeta David Huerta) resultó ser la obcecación. En 1966 escribe “Un hombre solitario” (publicado en Poesía, 1935-1968), poema nacido de una nota de la AP, la cual informaba que una persona desconocida había colocado un ramo de flores en la sepultura de Stalin, recordando el aniversario de su muerte, anonimato que para Huerta “fue una antorcha encendida a la mitad/ del fanatismo y la cobardía”. Ese responso debe estar entre los últimos poemas estalinistas de Occidente.

 

La indiferencia de Maiakovski fue hija de las prisas por llegar a su verdadero destino, los Estados Unidos, el abismo que tentó al poeta soviético. También, simplemente, resultó consecuencia de la falta de curiosidad, todo lo contrario de lo ocurrido, poco tiempo después, en el periplo de Eisenstein y su ¡Viva México!, película inconclusa de 1932, que nutrió casi clandestinamente a la imaginería y el paisaje de la Edad de Oro del cine nacional.

 

Habrá que esperar a que García Bonillas (1987) desarrolle sus ideas sobre el estridentismo (que al parecer ignoró el cubofuturista) y lo soviético o la sátira de Novo del realismo socialista en Poemas proletarios (1934), para que su afán comparatista se exprese a placer, porque tan insípido fue lo dicho por Maiakovski de México que, a su vez, el propio Huerta hizo poca cosa de su Maiakovski, poeta del futuro (1956). Tan es así que Mata, al compilar en 2014 la obra en prosa de Huerta, decidió excluir ese panfleto. Pese a los tesoneros esfuerzos de Rodrigo García Bonillas por desgranar versos de Maiakovski sobre México (“El heroísmo / ya no es un tema. /Moctezuma se volvió una cerveza, Cuauhtémoc”) y versos de Huerta sobre el Este (“Aquí el Danubio es Duna”), Guerras floridas es un libro sobre la indiferencia y sobre la servidumbre. Entre una y otra, la boca abierta de Maiakovski acomodado en su lecho de muerte, es el comentario más elocuente.

 

FOTO: Vladímir Maiakovski en 1924/ Especial

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